De todas las cosas que más nos importan y amamos, nuestros hijos son los más importantes y amados. Con ellos a menudo vislumbramos la naturaleza espiritual de la identidad y del bien. Vemos con qué rapidez un niño pequeño perdona algo malo, esperando que expresemos compasión, justicia, amor. ¡Cuánto nos bendicen nuestros hijos y las lecciones que nos enseñan acerca de la justicia y el afecto divinos!
¿Cómo oramos por un niño? Entraña aún más que la petición más sincera, más que buenas intenciones o aspiraciones. Llegar al primer paso de dicha tarea envuelve rendirnos de todo corazón a Dios como el Padre-Madre de todos nosotros, tomar consciencia de que no somos los creadores o preservadores de nuestros hijos, sino que Dios es y siempre ha sido la única fuente y proveedor del bien en todo aspecto de nuestra vida. Este entendimiento guía nuestros pasos cuando cuidamos de nuestros hijos.
A medida que crecen, y enfrentan los desafíos que se les presentan, queremos lo mejor para ellos, pero con frecuencia tenemos nuestras propias opiniones acerca de lo que pueden ser. Queremos que sepan que son hijos de Dios, pero puede resultarnos difícil dejar de verlos como nuestro propio reflejo. Queremos que ellos respondan al Espíritu, no obstante, tratamos de que nuestras ideas entren en sus mentes. La verdadera oración no puede comenzar sino hasta que nos ponemos firmes del lado de la causa divina y abandonamos las nociones personales sobre lo que significa ser un buen padre.
Cuando mi primera hija era pequeña, recibimos la visita de una joven Científica Cristiana que representaba todo lo que yo quería para mi hija. Era bondadosa, valiente, considerada, y tenía una fuerte brújula moral que constantemente la guiaba a actuar y a responder de manera correcta. Ella percibía fuertemente la presencia y el poder de Dios. Una mañana, durante su estadía, le pregunté: “¿Cuándo eras chica, y las cosas no andaban bien, ¿qué hacía tu madre?” Yo pensaba que su respuesta me guiaría para saber cómo debía hablarle a mi propia hija y ayudarla a llegar a ser una mujer íntegra y sincera.
Ella me dijo: “Bueno, cuando me lastimaba, mi mamá me ponía en su regazo y me sostenía. Entonces, su rostro adquiría cierta expresión, señal de que estaba orando. Y después yo me sentía mejor”.
¡Qué revelación! Mi respuesta no consistía en encontrar las palabras correctas, o el protocolo más eficiente para criar a un hijo. Mi respuesta era la oración; rendirme ante Dios; estar en comunión de todo corazón con el bien divino; alcanzar una percepción espiritual, sin palabras. Mi regalo más grande como madre no serían mis comentarios metafísicos o tener las instrucciones correctas en momentos de adversidad, sería mi disposición de recurrir a Dios y escuchar Su verdad.
Por más bien intencionados que sean nuestros deseos personales, por más correctos que parezcan ser para la forma de pensar convencional, Dios es el creador del hombre, la única inteligencia suprema que debemos reconocer y obedecer. Él no es un sirviente de nuestras esperanzas y sueños humanos. Como dice Mary Baker Eddy: “Aquellos instruidos en la Ciencia Cristiana han alcanzado la gloriosa percepción de que Dios es el único autor del hombre” (Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, pág. 29).
Mary Baker Eddy nos da el modelo más elevado de maternidad en su descripción de María, la madre de Cristo Jesús: “La Virgen-madre concibió esta idea de Dios, y le dio a su ideal el nombre de Jesús, es decir, Josué, o Salvador.
Mi respuesta era la oración; estar en comunión de todo corazón con el bien divino.
“La iluminación del sentido espiritual de María silenció la ley material y su orden de generación, y dio a luz a su hijo por la revelación de la Verdad, demostrando a Dios como el Padre de los hombres. El Espíritu Santo, o Espíritu divino, cubrió con su sombra el sentido puro de la Virgen-madre con el pleno reconocimiento de que el ser es Espíritu” (Ciencia y Salud, pág. 29)
Es de destacar una oportunidad en particular en la que pude poner en práctica la lección de la visita de esa encantadora joven. Años más tarde, yo estaba hablando por teléfono con una paciente como practicista de la Ciencia Cristiana, cuando escuché que mi hija estaba llorando porque tenía mucho dolor. Escuché que su padre había ido a verla y trataba de ayudarla. Consciente de que se trataba de una clara demanda de que usara el sentido espiritual —tanto para la persona que me había llamado como para mi hija— insistí mentalmente en la provisión que Dios tenía para todos nosotros en ese momento.
Terminó la llamada, y fui a verla. Se estaba frotando un ojo y, entre sollozos, me dijo que se le había metido algo. La llevé hasta el sofá y me senté junto a ella, apretándola contra mí y recordando las verdades espirituales que acababa de compartir por teléfono. Las palabras del poema de la Sra. Eddy “Oración vespertina de la Madre” me llegaron suavemente, y atesoré cada palabra y el mundo de amor que las respaldaba.
Al finalizar el himno miré a mi hija y vi que había dejado de llorar y estaba muy tranquila. Ella me miró y dijo: “Mamá, ¿podemos ir de compras?” El dolor y todo recuerdo del sufrimiento habían desaparecido por completo, y continuamos con nuestro día, un día que para mí estuvo lleno hasta el borde de gratitud por lo confiable y omnipresente que es el Amor divino.
El mejor bien que podamos imaginar o esforzarnos por organizar humanamente palidece ante el bien divino. Todo aquello que nosotros parecemos crear mediante nuestro entendimiento humano y aspiraciones personales para nuestros hijos, es finalmente temporal y está atado a las limitaciones del sentido material. Por más que el pensamiento mortal no esté dispuesto a apoyarse en el “infinito sostenedor” (Ciencia y Salud, pág. vii), esta es la única forma verdadera de encontrar la identidad de nuestros hijos y de nosotros mismos sostenida por Dios, y todo lo que el Espíritu bueno incluye.
En Ciencia y Salud, la Sra. Eddy señala: “La Ciencia Cristiana está amaneciendo sobre una época material. Las grandes realidades espirituales del ser, como rayos de luz, resplandecen en las tinieblas, aunque las tinieblas, no comprendiéndolas, tal vez nieguen su realidad” (pág. 546). Tal vez sintamos que es normal razonar partiendo de las apariencias materiales a medida que nos esforzamos por hacer lo que es mejor para nuestros hijos. Pero aun a través de la oscuridad, confusión y dolor que vienen con esos intentos, hay una luz que brilla llamándonos para obtener una comprensión más elevada, el sentido espiritual de la vida, elevando a la humanidad hacia lo que la Mente, Dios, el Amor, conoce e imparte.
