De todas las cosas que más nos importan y amamos, nuestros hijos son los más importantes y amados. Con ellos a menudo vislumbramos la naturaleza espiritual de la identidad y del bien. Vemos con qué rapidez un niño pequeño perdona algo malo, esperando que expresemos compasión, justicia, amor. ¡Cuánto nos bendicen nuestros hijos y las lecciones que nos enseñan acerca de la justicia y el afecto divinos!
¿Cómo oramos por un niño? Entraña aún más que la petición más sincera, más que buenas intenciones o aspiraciones. Llegar al primer paso de dicha tarea envuelve rendirnos de todo corazón a Dios como el Padre-Madre de todos nosotros, tomar consciencia de que no somos los creadores o preservadores de nuestros hijos, sino que Dios es y siempre ha sido la única fuente y proveedor del bien en todo aspecto de nuestra vida. Este entendimiento guía nuestros pasos cuando cuidamos de nuestros hijos.
A medida que crecen, y enfrentan los desafíos que se les presentan, queremos lo mejor para ellos, pero con frecuencia tenemos nuestras propias opiniones acerca de lo que pueden ser. Queremos que sepan que son hijos de Dios, pero puede resultarnos difícil dejar de verlos como nuestro propio reflejo. Queremos que ellos respondan al Espíritu, no obstante, tratamos de que nuestras ideas entren en sus mentes. La verdadera oración no puede comenzar sino hasta que nos ponemos firmes del lado de la causa divina y abandonamos las nociones personales sobre lo que significa ser un buen padre.
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