Cuando estaba en la escuela secundaria, empecé a tener síntomas de depresión, aunque en aquel entonces no sabía cuál era el problema. Una tristeza y soledad persistentes caracterizaban mis pensamientos. En el bachillerato, las cosas empeoraron a tal punto que traté de quitarme la vida, pero, como podrán adivinar, sin éxito.
A medida que mi sufrimiento aumentaba, empecé a beber alcohol con los amigos de la escuela los fines de semana, simplemente con el propósito de emborracharme lo más pronto posible. Durante mi último grado, incluso empecé a dejar de asistir a clase y pasaba el día sentado en la cafetería.
Había crecido asistiendo a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y aunque respetaba y apreciaba a los hombres y mujeres de nuestra filial de Cristo, Científico, llegué a tener la convicción de que Dios no existía. La Escuela Dominical me enseñaba que Dios era bueno y solo bueno, pero parecía como que el poder del universo no tenía nada mejor que hacer que abrumarme por completo, sin misericordia. No obstante, Dios era lo único que conocía que podía ayudarme en el mundo, y no sabía de ningún otro poder que me pudiera rescatar de la tragedia de tener una existencia en ruinas. Así que, con la poca fe que tenía, estaba continuamente pidiéndole, rogándole, a Dios que por favor me ayudara.
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