Cuando estaba en la escuela secundaria, empecé a tener síntomas de depresión, aunque en aquel entonces no sabía cuál era el problema. Una tristeza y soledad persistentes caracterizaban mis pensamientos. En el bachillerato, las cosas empeoraron a tal punto que traté de quitarme la vida, pero, como podrán adivinar, sin éxito.
A medida que mi sufrimiento aumentaba, empecé a beber alcohol con los amigos de la escuela los fines de semana, simplemente con el propósito de emborracharme lo más pronto posible. Durante mi último grado, incluso empecé a dejar de asistir a clase y pasaba el día sentado en la cafetería.
Había crecido asistiendo a la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y aunque respetaba y apreciaba a los hombres y mujeres de nuestra filial de Cristo, Científico, llegué a tener la convicción de que Dios no existía. La Escuela Dominical me enseñaba que Dios era bueno y solo bueno, pero parecía como que el poder del universo no tenía nada mejor que hacer que abrumarme por completo, sin misericordia. No obstante, Dios era lo único que conocía que podía ayudarme en el mundo, y no sabía de ningún otro poder que me pudiera rescatar de la tragedia de tener una existencia en ruinas. Así que, con la poca fe que tenía, estaba continuamente pidiéndole, rogándole, a Dios que por favor me ayudara.
En un momento dado, me sentí impulsado a leer Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy, y lo leí de tapa a tapa por lo menos doce veces. Cada página del libro está impregnada de un sentimiento irresistible y convincente de esperanza. Y hallé la explicación de los efectos que estaba sintiendo por leerlo —como destellos de luz en la oscuridad—en este pasaje: “La Verdad tiene un efecto sanador, aunque no sea comprendida totalmente” (pág. 152). También comencé a leer artículos en las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana, junto con la Lección Bíblica de la Ciencia Cristiana. Solicité información sobre los primeros trabajadores de la Ciencia Cristiana, y ellos se transformaron en los héroes a los que respetaba y admiraba por sobre todas las cosas. Me encantaba cómo habían dedicado claramente y con devoción sus vidas a la Causa de la Ciencia Cristiana y la habilidad que tenían para practicar la curación cristiana.
Un día, estaba acostado en la cama maravillándome de la inusual quietud de la noche, cuando empecé a reflexionar acerca de algunas de las cosas que había leído hacía poco y que se estaban arraigando en mi pensamiento. Dos de ellas se destacaron: este hermoso pasaje de Salmos: “Cuando mi corazón desmayare… llévame a la roca que es más alta que yo” (Salmos 61:2); y esta línea de Ciencia y Salud: “Las tres grandes verdades del Espíritu: la omnipotencia, la omnipresencia y la omnisciencia —el Espíritu que posee todo el poder, llena todo el espacio, constituye toda la Ciencia— contradicen para siempre la creencia de que la materia pueda ser real” (págs. 109–110).
Después de pasar algunos minutos pensando en estas ideas en la oscuridad, mi pensamiento de pronto se volvió sorprendentemente claro, “resplandeciente como cristal” como dice en el libro del Apocalipsis (22:1). Fue como, sin darme cuenta, me hubieran mantenido debajo del agua por mucho tiempo, y de repente me liberaron inesperadamente, y salí con rapidez a la superficie. Durante las dos semanas que siguieron, todos mis momentos despiertos se vieron inundados y estuvieron conscientes de la realidad infinita de la presencia de Dios. Sentí una alegría eterna y genuina por primera vez en años.
Esta fue mi primera vislumbre de la realidad de Dios y Su bondad, y mediante la continua gracia de Dios, no fue la última. Todos mis problemas no desaparecieron instantáneamente, pero a partir de ese momento jamás volví a dudar de la existencia y el poder de Dios. Y desde entonces, me he dedicado a descubrir “más de la presencia divina” que “está siempre a mano”, como dice Ciencia y Salud (pág. 12).
La Ciencia Cristiana se ha transformado en algo preciado para mí, y he llegado a comprender que es el beneficio más grandioso que existe para la humanidad. La Biblia se ha transformado en un tesoro, y he aprendido a amar la vida y el ejemplo de Cristo Jesús y la desinteresada contribución que ha hecho la Sra. Eddy para la salvación de la humanidad de toda pretensión de pecado, enfermedad y muerte. Si bien antes creía que Dios no podía existir, ahora no puedo imaginar la vida sin el conocimiento y sin estar consciente de Dios, de la Verdad y el Amor.
La Ciencia Cristiana me elevó por encima de la ola que me ahogaba, y me puso en la senda llena de provecho y descubrimiento espiritual. Me sanó de la debilitante depresión y me dio una razón para vivir. He aprendido que, cuando la necesidad es grande, la respuesta en la Ciencia Cristiana es siempre mucho más grande.