Recientemente estuve escuchando en el internet una charla sobre tecnología, entretenimiento y diseño (TED) en la que una investigadora científica hablaba acerca de sus descubrimientos científicos. Al presentarse, ella comentó que desde su niñez siempre había tenido mucha curiosidad y quería saber sobre diferentes cosas, entre ellas, cómo nada un pez o por qué el agua se congela en invierno. Estas pueden parecer preguntas simples, pero para su mente joven eran fascinantes oportunidades para investigar, incluso en aquel entonces.
Me sentí identificada con los comentarios de la oradora al pensar en los niños que conozco y su natural curiosidad, evidenciada en sus incesantes preguntas de “¿Por qué?”, y su tendencia a detenerse y examinar una hormiga que camina por la acera o una nueva flor que acaba de abrirse. Me di cuenta de que como Científica Cristiana es muy importante nutrir la curiosidad infantil que ella mencionó. De hecho, sus comentarios me ayudaron a comprender mucho más ampliamente que antes una declaración que hizo Jesús acerca de los niños. Él dijo: “El que no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él” (Marcos 10:15). Acostumbro a pensar en las cualidades infantiles tales como receptividad, inocencia, pureza y la fácil aceptación de la verdad. Pero ¿qué decir de la curiosidad? La curiosidad es uno de los más maravillosos atributos naturales en la vida, y debería ser cultivado, no solo en los niños, sino en todos nosotros, porque lleva a nuevos descubrimientos y cambios en el pensamiento que son divinamente inspirados.
Para mí, la curiosidad espiritual puede ser una oración. Es el deseo de conocer y sentir la presencia de Dios de modos que podamos comprender y demostrar en nuestra vida diaria. Abre nuevos puntos de vista acerca de los pasajes e ideas que conocemos y puede cambiar nuestra forma de pensar de tal manera que transforma la vida y trae curación.
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