Una noche, iba conduciendo a casa al término del segundo turno de trabajo en una fábrica de acero en Chicago. Estaba lloviendo al acercarme a mi casa en los suburbios cuando vi algo adelante a través de la lluvia. Me detuve a un costado y me di cuenta de que era una persona, un joven, quien me dijo que necesitaba que lo llevara a la estación de tren. Le dije que sí.
Cuando comencé a conducir, el hombre me puso un cuchillo en el cuello y me dijo que regresara a la ciudad. Más tarde, me enteré de que exactamente en ese momento mi mamá se incorporó en la cama, y le vino este versículo de Isaías: “Tú guardarás en completa paz a aquel cuyo pensamiento en ti persevera; porque en ti ha confiado” (26:3).
Al principio, me sobresalté, pero rápidamente sentí que yo era el amado hijo de Dios y que Él me guiaría y protegería. También sabía que Dios amaba, guiaba y protegía a este joven sentado junto a mí, porque él también era hijo de Dios. Me tranquilicé. Casi de inmediato el hombre quitó el cuchillo de mi cuello. En algún punto comenzó a cantar acompañando la radio del auto y me vino la idea, la inspiración, de elogiar su voz. Él sonrió y su tono pareció suavizarse un poco.
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