Hace treinta años que vivo en un suburbio de California del Norte que tiene una población predominantemente blanca, así como una modesta cantidad de diversidad étnica. Soy un inmigrante de origen indio de Kenia, y durante todo ese tiempo no he experimentado ninguna evidencia de racismo hacia mí, aunque he tenido confrontaciones ocasionales con estereotipos culturales.
Estas confrontaciones ocurren de formas inusuales e inesperadas. Por ejemplo, a veces estoy con unos amigos esperando que nos lleven a una mesa en un restaurante, y cuando entra el siguiente grupo de clientes, uno de ellos me mira, supone que soy camarero del restaurante, y me pide que les busque un lugar donde sentarse. También me han confundido con un empleado de una estación de servicio cuando estoy cargando gasolina a mi auto.
Cuando me reúno con mis amigos de la India, Paquistán y Bangladesh comparamos las experiencias de estereotipos que tiene la gente de piel más oscura al vivir en un suburbio estadounidense de gente blanca acaudalada. Consideramos que es como pagar un tipo de recargo o impuesto. De hecho, lo apodamos “impuesto a la raza”.
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