Los discípulos de Jesús espontáneamente dejaron sus redes, sus medios de vida y lo siguieron. ¿Por qué? Porque de inmediato vieron la posibilidad de ayudar a su prójimo de una nueva forma, de una manera en que el espíritu del Cristo que Jesús vivía les prometió y reveló. Esta forma espiritual de vivir los capacitaría para transformarse en “pescadores de hombres”, dijo Jesús, y, como se los demostró, esto quería decir hombres, mujeres y niños.
Al seguir el ejemplo de su maestro, los discípulos —sus estudiantes— podían imaginar un sentido más amplio del propósito de la vida, que se transformó en su propia forma de vivir. Impulsados por el Maestro, progresaron a través de desalentadores fracasos, así como también con sus éxitos al sanar, lo cual los despertó para que vieran más de lo que vivir en el Espíritu podía traerles a ellos y a la humanidad. Finalmente, fueron capaces de compartir y expresar con eficacia la presencia sanadora del Amor divino de formas que ellos, cuando tendían sus redes, no podrían haber imaginado. Con el impulso del Amor, lo que estaba emergiendo para estos primeros discípulos era la Iglesia: el verdadero concepto de Iglesia, que se vive como un amor sanador y que se expresa dondequiera que estemos.
Tal vez sin saberlo, pero con una importancia infinita, Ananías, un estudiante posterior del Camino —la senda que Cristo Jesús inició para todos— contribuyó a esta iglesia naciente. Sus oraciones sinceras revelaron la dirección de Dios, y le dieron la necesaria humildad para seguirla. Se le dio la capacidad de dar a conocer la idea del Cristo, cuando le reveló nuestra identidad espiritual verdadera —que Dios conocía tan bien— al enceguecido Saulo de Tarso, quien, según Ananías había oído hablar, era el perseguidor de los cristianos (véase Hechos 9).
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