Los discípulos de Jesús espontáneamente dejaron sus redes, sus medios de vida y lo siguieron. ¿Por qué? Porque de inmediato vieron la posibilidad de ayudar a su prójimo de una nueva forma, de una manera en que el espíritu del Cristo que Jesús vivía les prometió y reveló. Esta forma espiritual de vivir los capacitaría para transformarse en “pescadores de hombres”, dijo Jesús, y, como se los demostró, esto quería decir hombres, mujeres y niños.
Al seguir el ejemplo de su maestro, los discípulos —sus estudiantes— podían imaginar un sentido más amplio del propósito de la vida, que se transformó en su propia forma de vivir. Impulsados por el Maestro, progresaron a través de desalentadores fracasos, así como también con sus éxitos al sanar, lo cual los despertó para que vieran más de lo que vivir en el Espíritu podía traerles a ellos y a la humanidad. Finalmente, fueron capaces de compartir y expresar con eficacia la presencia sanadora del Amor divino de formas que ellos, cuando tendían sus redes, no podrían haber imaginado. Con el impulso del Amor, lo que estaba emergiendo para estos primeros discípulos era la Iglesia: el verdadero concepto de Iglesia, que se vive como un amor sanador y que se expresa dondequiera que estemos.
Tal vez sin saberlo, pero con una importancia infinita, Ananías, un estudiante posterior del Camino —la senda que Cristo Jesús inició para todos— contribuyó a esta iglesia naciente. Sus oraciones sinceras revelaron la dirección de Dios, y le dieron la necesaria humildad para seguirla. Se le dio la capacidad de dar a conocer la idea del Cristo, cuando le reveló nuestra identidad espiritual verdadera —que Dios conocía tan bien— al enceguecido Saulo de Tarso, quien, según Ananías había oído hablar, era el perseguidor de los cristianos (véase Hechos 9).
Al principio Ananías tuvo temor y cuestionó su habilidad para acercarse a Saulo. Pero confiando en Dios como la verdadera fuente de consuelo y curación, él siguió la guía del Amor hacia donde estaba Saulo. Cuando Ananías compartió su amor desinteresado por el Cristo, la ceguera física de Saulo sanó, así como también su tremenda falta de visión espiritual. Al comprender cómo debía identificarse a sí mismo, tomó su nuevo nombre de Pablo. Este toque del Cristo, al brindarle una percepción más ideal y divina de todas las personas, hizo que Pablo, sin dudar, asumiera el compromiso de realizar la notable misión de su vida, de amar y compartir este Cristo salvador, la Verdad, por todo el mundo que conocía.
Por medio de estas pacientes e inquebrantables lecciones de Jesús, por siempre con nosotros, la Iglesia Cristiana pura, basada en la naturaleza práctica de la Verdad y el Amor divinos, estaba amaneciendo sobre la humanidad. ¿Se ha apartado este Cristo sanador de su fuente? ¿Ha dejado de ser el resultado del amor de Dios por Su creación? Esto no puede ser así. La naturaleza y el plan de Dios, de la Mente divina, para toda la humanidad no se pueden cambiar. El efecto no gobierna a su causa. La Mente es incapaz de ser menos que toda causa y la fuente de inspiraciones infinitas, las cuales somos capaces de comprender y hacer prácticas. Somos eternamente guiados por dichas intuiciones espirituales, las cuales, a medida que las seguimos, aflojan los cautivantes vínculos de la carne. Esta es la Ciencia del Cristo, la comprensión y prueba del Principio divino que opera eternamente, el Amor, que lo abraza todo. La Iglesia —la difusión de la Verdad y el Amor que se vive en este momento— permite experimentar esta unidad espiritual. Aunque con frecuencia enmascarada por las limitaciones del sentido humano, la perpetuidad de la Causa activadora del Espíritu perdura.
A veces, esta iglesia viviente del cristianismo primitivo puede parecer distante, débil y declinante en nuestro pensamiento. Pero ¿qué lo haría parecer así? Quizás sea la opacidad del amor propio que bloquea nuestra visión y no nos permite ver la verdadera capacidad de la iglesia nacida del amor desinteresado. El amor desinteresado aviva nuestra experiencia de la iglesia verdadera. Es el camino hacia la curación que es posible, y es confirmada en esta declaración de la Fundadora de la Ciencia Cristiana: “La oración que reforma al pecador y sana al enfermo es una fe absoluta que todas las cosas son posibles para Dios, una comprensión espiritual de Él, un amor abnegado” (Mary Baker Eddy, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras,pág. 1). Hallamos que la Ciencia del Cristo es real y accesible al comprender más profundamente a Dios y expresar amor desinteresado. Así ha sido siempre, y siempre lo será.
Qué bueno sería que todos los que buscan una percepción más verdadera de ellos mismos de lo que permite la evidencia basada en la materia, pudieran sentir que su corazón es tocado por la sincera compasión de alguien que ha sanado, y está apartándose de un problema aparentemente insoluble en su vida, y dirigiéndose hacia la luz del Cristo que lo libera. O pudieran ser testigos de la elevación mental que se produce cuando los humildes buscadores de la verdad se reúnen para escuchar la Palabra de la Escritura inspirada que con sinceridad y honestidad se lee en un servicio religioso. O bien, tomaran consciencia de algo nuevo ante la pregunta de un niño en la Escuela Dominical o en su casa, donde Dios enseña tanto al maestro como al estudiante, al padre y al hijo. ¿No es esta la idea por siempre progresiva de Iglesia en su sentido más amplio, en la cual somos capaces de ver, aceptar y ejercer lo que Dios ha establecido para cada idea individual de la creación de la Mente?
La sugestión de que no somos capaces de hacer lo que nos viene al orar, puede vencerse ahora tanto como lo fue hace siglos en el caso de Ananías. Por medio del Cristo, la idea de Dios que encuentra lugar en nuestra consciencia, somos capaces de subordinar el yo y superar las dudas acerca de nuestra capacidad, a fin de hacer lo que innatamente anhelamos hacer. Podemos prestar atención a los suaves empujoncitos del Amor y obtener una confianza más completa en la totalidad y el poder de Dios como el Principio universal y práctico que opera eternamente, y nos capacita para probar nuestro amor por este mismo Dios y la humanidad. Ese anhelo de amar todo lo que es bueno, todo lo que es de Dios, es parte de la verdadera naturaleza de todos. Esto se ve en un acto tan simple como cuando alguien cede su asiento en un autobús a alguien que lo necesita más. Cada uno de nosotros puede experimentar la presencia inseparable de este espíritu del Cristo y cumplir el propósito de Dios, expresando un sentido más pleno de Iglesia que ninguna estadística podría jamás definir. Colectivamente, como iglesia, podemos comprender que es el Amor el que nos guía por nuevos caminos, nuevas sendas, donde podemos ver que los afectos, no solo los nuestros, sino los de todos, son enriquecidos.
Un extracto de la carta de Pablo a los Corintios, que sirve de tema de la Asamblea Anual de este año de La Iglesia Madre, La Primera Iglesia de Cristo, Científico, en Boston, habla sobre esto. Capta cuán práctico es comprender la eterna manifestación de la iglesia triunfante: “… para que podamos también nosotros consolar a los que están en cualquier tribulación, por medio de la consolación con que nosotros somos consolados por Dios” (2 Corintios 1:4). Si dudáramos de nuestra habilidad para ayudar a nuestro prójimo a continuar lo que los primeros seguidores cristianos hicieron por la humanidad en su época, tenemos la garantía de Mary Baker Eddy: “Este ministerio, que responde a las necesidades físicas, morales y espirituales de la humanidad, en el nombre de Dios Todopoderoso, hablará la verdad que hoy, como antaño, se ha demostrado capaz de sanar tanto el pecado como la enfermedad” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 147).
Podemos sentir que esta verdad está capacitando a toda la humanidad, comenzando con cada uno de nosotros como seguidores del Camino, la senda del Cristo, para sanar y elevar a aquellos que están cerca y lejos. Cuando nos reunimos —realmente en cualquier momento, con la percepción pura de la iglesia del Cristo en el pensamiento— somos capaces de saber que el Amor nos está guiando. Somos capaces de comprender cómo somos movidos por el Espíritu, no por la voluntad personal, para asumir nuestra misión como los primeros cristianos, para crecer en gracia y buenas obras, y amar indefectiblemente lo que sea que el espíritu del Cristo nos pida en nuestras oraciones. No hay fracaso, no hay fe débil, cuando Dios nos impulsa a actuar. Las necesidades de la humanidad no son pequeñas. Pero las dimensiones de Dios para la Vida y el Amor son ilimitadas.
Dios nos capacita para dejar nuestras “redes” —todo aquello que limitaría nuestra experiencia tan solo a los empeños humanos— y con alegría expectante buscar nuestra parte en la misión del Cristo de elevar toda consciencia de la desesperanza y el materialismo, hacia la libertad y confianza espirituales en la curación cristiana científica, siempre a nuestro alcance. Podemos hacer esto, y podemos hacerlo juntos al vivir y amar la realidad práctica de la Iglesia como lo hizo Cristo.
Rich Evans
Miembro de la Junta Directiva de la Ciencia Cristiana
