Una noche de invierno, cuando era pequeña, y me sentía muy triste y desanimada, mamá con mucho amor me llevó a un lado y me dijo: “El amor de Dios está aquí mismo, a nuestro alrededor. Esta noche, simplemente confía en Dios y mira hacia lo alto. Él te mostrará algo muy especial”. Estas palabras cambiaron mi vida. Permíteme explicarte.
De niña, por un tiempo me sentí separada de la alegría que expresaba nuestra familia cuando la aurora boreal danzaba en el cielo nocturno durante el invierno, sobre mi casa en Alaska. Por más precisa que fuera mi familia al señalar el lugar justo de las luces o describir exactamente cómo eran, lo único que yo veía eran las manchas luminosas de las estrellas, nunca el cuadro completo lleno de dinamismo.
Así que con mucha esperanza y confiando en las palabras de mamá, recurrí a Dios, el Amor divino, con todo mi corazón, sin saber qué vería. Mi mirada se elevó aquella noche, y lo que vi nunca se borrará de mi memoria. ¡Las danzantes luces del arco iris eran más gloriosas de lo que yo jamás podría haber imaginado! Fue entonces que aprendí una importante lección, simbolizada por esas hermosas luces: la presencia y la radiante bondad y amor de Dios están con nosotros. Incluso si al principio pienso que no puedo ver, aun así puedo confiar en que mi Padre-Madre Dios permanecerá a mi lado y me mostrará el camino hasta que yo pueda divisarlo.
La iluminación que viene como resultado de la comprensión espiritual nos ayuda a dirigir a los demás hacia la luz, también.
Las Escrituras cuentan acerca de una mujer que hacía 12 años que tenía un flujo de sangre, y había pedido ayuda a muchos médicos (véase Lucas 8:43-48), pero nada ni nadie podía curarla. Entonces se enteró de la obra sanadora de Cristo Jesús. ¡Qué determinación debe de haber tenido para avanzar decididamente entre la multitud que rodeaba a Jesús! Sin embargo, ella siguió adelante, simplemente con la esperanza de tocar el borde del manto de Jesús. Él sintió su súplica mental pidiendo ayuda, se detuvo, y preguntó quién lo había tocado. Temblando de miedo, ella reveló que acababa de sanar. Cristo Jesús le dijo: “Hija, tu fe te ha salvado; ve en paz”.
Las cualidades del Cristo expresadas en el amor de Jesús, y la humildad y persistencia de la mujer al buscar al Cristo, le habían dado dominio a ella. En Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras, Mary Baker Eddy define al Cristo de la siguiente manera: “La divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado” (pág. 583). El Cristo destruye las enfermizas creencias humanas y trae el reconocimiento sanador de que hemos estado sanos todo el tiempo.
El Cristo verdaderamente transformó todo el cuadro humano para esa mujer, y ella debe de haber sentido este bien y esta perfección en lo más profundo de su ser. Después de todo, ella no estaba separada del bien. Estaba abrazada por la armonía de Dios, libre para siempre del sufrimiento y de un diagnóstico humano, y en unidad con Dios. Un hermoso pasaje de Ciencia y Salud amplifica un concepto clave aquí: “Así es que el Cristo ejemplifica la coincidencia, o el acuerdo espiritual, entre Dios y el hombre a Su imagen” (págs. 332-333).
Al confiar únicamente en la bondad del Amor divino, podemos cerrar la puerta a todo pensamiento limitado que nos impide comprender totalmente que somos inseparables de Dios. Dejemos que Dios, la Mente única, revele todo lo que es bueno y nos muestre el camino; especialmente cuando parece haber obstáculos que no nos permiten progresar.
Imagínate el cambio que experimentaría nuestro mundo si comprendiéramos que el hombre no puede estar separado de la alegría, jamás puede estar separado de la totalidad de la bondad de Dios. No ceder a la ansiedad o al temor y confiar en cambio humildemente en la única presencia, el único Dios del todo amoroso, la Mente única, para guiarnos, trae progreso. Se nos mostrará qué debemos pensar, qué decir, qué ver y qué hacer. La iluminación que se obtiene como resultado de escuchar de esa manera nos ayuda a dirigir a los demás hacia la luz, también.
Estaré eternamente agradecida por aquella noche en que vi la aurora boreal por primera vez. Y estoy muy feliz de decir que la belleza que ella reveló ha continuado siendo para mí el símbolo de una promesa divina, la cual se ha vuelto cada vez más brillante y fuerte en mi corazón a lo largo de los años.