Como bibliotecaria asistente de la Sala de Lectura de la Ciencia Cristiana de mi localidad, uno de mis deberes (¡deleites!) es decorar las ventanas y salas cada mes, centrándome generalmente en un tema o asunto que me viene a través de la oración.
Una mañana estaba terminando con las ventanas, cuando noté que afuera había un joven revolviendo el bote de basura. Después, se acercó a la ventana principal de la Sala de Lectura, donde se quedó absorto leyendo la Lección Bíblica semanal de la Ciencia Cristiana, que allí se exhibía. El asistente de turno saltó de su asiento y salió, se acercó a ese hombre y comenzó a hablar con él.
Tomé un par de mandarinas que había traído de merienda y salí y se las ofrecí al joven durante una pausa en su charla. Las tomó agradecido, y cuando volví adentro pude oír parte de su conversación. El tema era el amor universal y envolvente de Dios por cada uno de Sus hijos, y que todos somos los hijos amados y entrañables de Dios. Me di cuenta de que el joven asentía con la cabeza.
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