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Original Web

¿Qué significa ser hijos de Dios?

Del número de mayo de 2021 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana

Apareció primero el 14 de enero de 2021 como original para la Web.


“Mirad cuán gran amor nos ha otorgado el Padre, para que seamos llamados hijos de Dios” (1 Juan 3:1, LBLA). El concepto de ser los hijos amados de Dios es fundamental para el cristianismo y para la Ciencia Cristiana en particular. Es un concepto sanador al que podemos recurrir cuando enfrentamos desafíos de todo tipo. Entonces, ¿qué significa ser hijo de Dios?

En primer lugar, significa que nuestro Padre-Madre Dios, el Amor omnipotente, nos cuida, ama y protege por completo. Quiere decir que cada uno de nosotros tiene una relación reconfortante, sanadora y restauradora con nuestro Progenitor divino, a quien Jesús llamó cariñosamente “mi Padre”. 

El libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras por Mary Baker Eddy brinda una clara explicación del Consolador (la Ciencia divina), del que Jesús dijo “los guiará a toda la verdad” (Juan 16:13, NTV). Y con la publicación de este libro que produjo un cambio en el mundo, llegó una comprensión más clara de Dios como Madre y Padre. Un pasaje nos reconforta al decir: “Padre-Madre es el nombre para la Deidad, que indica Su tierna relación con Su creación espiritual” (pág. 332).

Además, nuestro origen en Dios, el Espíritu, significa que debemos ser y somos totalmente espirituales, porque el Espíritu no crea ni puede crear su opuesto, la materia. En el Glosario del libro de texto de la Ciencia Cristiana se define a los niños como “los pensamientos y representantes espirituales de la Vida, la Verdad y el Amor” (pág. 582). Esto es lo que todos somos realmente: intemporales. Somos las ideas de Dios, Su imagen, como afirma el primer capítulo del Génesis. Al reflejar la naturaleza pura de Dios, somos inocentes, no estamos sujetos a las condiciones materiales, sensuales o pecaminosas, las cuales no forman parte de la semejanza divina. 

En contraste, al referirse al concepto mortal del hombre, Mary Baker Eddy escribe: “La experiencia humana en la vida mortal, que empieza en un óvulo, corresponde a la de Job, cuando dice: ‘El hombre nacido de mujer, corto [es] de días, y hastiado de sinsabores’. Los mortales tienen que emerger de esta noción de que la vida material es todo-en-todo. Tienen que romper sus cascarones con la Ciencia Cristiana, y mirar hacia afuera y hacia arriba” (pág. 552).

Jesús llamó a sus discípulos hijitos cuando volvieron a pescar después de su crucifixión. Quizás porque se sintieron desanimados y volvieron a buscar la vida en la materia, no habían pescado nada en toda la noche. Al amanecer, oyeron a Jesús llamándoles desde la orilla: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?” (Juan 21:5). ¿Estaba reconociendo en ellos la imagen espiritual y pura de Dios que ellos aún no habían percibido: la preciosa relación que todos compartimos con nuestro Progenitor divino? Tal vez Cristo Jesús los estaba elevando más alto en la comprensión de ellos acerca de su verdadera identidad espiritual como hijos amados de Dios. Y el Cristo eterno siempre nos aleja de la perspectiva mortal de nosotros mismos y nos guía hacia la espiritual y verdadera. 

Por ser hijos de Dios, todos somos amados de una manera única e igualmente bendecidos.

El mensaje de Jesús fue que somos tan perfectos y eternos como el Padre, nacidos del Espíritu, sin nacimiento material ni muerte. De acuerdo con esto, Pablo dice que debemos desechar lo mortal por lo inmortal (véase 1 Corintios 15:53). Además, afirma: “El Espíritu mismo da testimonio a nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios. Y si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos con Cristo” (Romanos 8:16, 17). Esto tiene enormes consecuencias para nosotros.

Nuestra herencia consiste en las ideas y cualidades espirituales que nos da a todos la Mente única, Dios, quien es el Amor mismo, y no crea ni permite la competencia entre Sus hijos. Las ilimitadas capacidades espirituales, la bondad infinita, que nuestro Padre-Madre Dios celestial nos ha dado, son aun mayores que las imponentes e imparables aguas de las Cataratas del Niágara. Esto es cierto, ya sea que seamos refugiados en una tierra extranjera o gobernantes de esa tierra. “Dios no hace acepción de personas” (Hechos 10:34), sino que, como escribe Mary Baker Eddy al referirse a Apocalipsis 1:6, “La Biblia declara que todos los creyentes son hechos ‘reyes y sacerdotes para Dios’” (Ciencia y Salud, pág. 141). 

Por ser hijos de Dios, todos somos amados de una manera única e igualmente bendecidos. Comprender que esto es espiritualmente verdadero nos abre las puertas del reino de los cielos a todos.

Jesús enseñó esta disponibilidad universal de nuestra infinita herencia de bien en su parábola del hijo pródigo. El hijo leal está molesto y celoso por la espléndida bienvenida ofrecida a su hermano al regresar, quien había desperdiciado su herencia. Pero el padre le dice: “Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas son tuyas” (Lucas 15:31). Aquí hay otro aspecto de lo que significa ser hijo de Dios: nuestra unidad con nuestro Progenitor divino. No podemos separarnos de nuestro Dios, el Amor, así como los rayos de sol no pueden separarse del sol. Ya sea que para el sentido humano seamos maduros, inmaduros, padres o recibamos el cuidado de un padre, no estamos solos. Más bien, somos la expresión misma del ser de Dios, inseparables de la Mente, Dios, por ser Su idea.  

¿Cómo percibimos y demostramos este bien a diario? Tomándonos un tiempo para orar; escuchando conscientemente la voz de Dios; viviendo los Diez Mandamientos y las Bienaventuranzas; obedeciendo el mandato de Jesús: “Ámense unos a otros de la misma manera en que yo los he amado” (Juan 15:12, NTV); estudiando constantemente la Biblia y los escritos de Mary Baker Eddy. Todo esto nos ayuda a comprender y probar todos los beneficios de ser hijo de Dios.

La infinitud del bien que poseemos como hijos de Dios es algo que podemos probar, porque somos Sus hijos y reflejamos Su dominio sobre todo lo que es desemejante al bien. Jesús prometió: “El que en mí cree, las obras que yo hago, él las hará también; y aun mayores hará, porque yo voy al Padre” (Juan 14:12). 

Muchas veces, cuando mis hijos eran pequeños, si parecían estar heridos o enfermos, primero recurría a Dios, su Progenitor divino, en busca de dirección. Entonces recordaba su relación con Dios, el Amor, el Espíritu, quien los cuidaba sin interrupción. Incluso cuando una lesión o enfermedad parecía convincentemente real, sabía que su Padre-Madre Dios siempre los estaba protegiendo, y expresando en ellos Su infinita bondad. Esa bondad no es aleatoria. Es continua: la expresión del Principio divino inmutable.

Afirmar estas verdades, y negar en oración las apariencias materiales contrarias, trajo una protección completa e inmediata a mi pequeño hijo cuando la mayor parte de su mano quedó atrapada al trabarse la puerta de un coche caravana. Cuando la puerta fue destrabada, cubrí su mano con la mía y oré durante varios minutos. Cuando solté su mano, no había ninguna evidencia de lesión. En otra ocasión, accidentalmente apoyé en su mano una olla de arvejas hirviendo que acababa de sacar de la llama. Le cubrí la mano con la mía y mentalmente declaré su inmunidad del accidente por ser una idea espiritual bajo el cuidado continuo de Dios. No hubo ninguna señal de quemadura.  

Mi hija se despertó en su primer cumpleaños con manchas rojas por todo el cuerpo. Pero con la ayuda mediante la oración de un practicista de la Ciencia Cristiana, a la mañana siguiente ya estaba completamente libre de la enfermedad, y nada semejante a eso volvió a suceder. Estas curaciones son una señal de las grandes bendiciones que recibimos al identificar correctamente a nuestros hijos y a nosotros mismos como los hijos perfectos de Dios, del Amor, la descendencia espiritual perfecta.

A través de la oración dirigida por Dios, todos podemos experimentar la inocencia, protección, salud, armonía y libertad inherentes a la identidad de la descendencia de Dios. “El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu, de que somos hijos de Dios” (Romanos 8:16). ¡Todos nosotros!

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