Hace poco tuve que cuidar a mi nieto. La pasamos muy bien. Le di el biberón, le canté y lo sostuve mientras dormía la siesta, y luego jugamos en el suelo con sus juguetes. Él estaba muy feliz, y yo también. Pero cuando llegó su mamá, quedó extasiado. Gateó hacia ella tan rápido como pudo, y cuando lo levantó en sus brazos, me miró con una enorme sonrisa y se rió. Actúa de la misma manera cuando su padre vuelve a casa del trabajo. Los padres de mi nieto lo aman muchísimo; están tan contentos de verlo como él de verlos a ellos.
Como he estado pensando en esto, sé que es natural que sintamos lo mismo acerca de nuestra relación con nuestro divino Padre-Madre, Dios. Nuestra relación con Él no es como la de un nieto con un abuelo —una generación de por medio—, sino como la relación tan cercana de un hijo con un padre amoroso. Dios nos aprecia y se alegra por cada uno de nosotros porque somos Su propio hijo. En la Biblia, el profeta Jeremías comprendió esto y escribió: “Desde lejos el Señor se le apareció, diciendo: Con amor eterno te he amado, por eso te he atraído con misericordia” (Jeremías 31:3, LBLA).
¿Nos damos cuenta realmente de cuánto nos ama Dios a cada uno de nosotros? Este amor no es esporádico ni temporal. El amor de Dios —el Amor que es Dios— está con nosotros todo el tiempo, y nos atesora, dirige, protege y guía. David, el pastor, lo percibió al escribir: “El Señor es mi pastor”, y luego describió en detalle cuánto cuida Dios de Su creación (véase Salmos 23, LBLA).
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