Durante mi temprana juventud y adolescencia, estuve enfermo muchas veces con diferentes dolencias. La bronquitis, en particular, siguió repitiéndose durante mi adolescencia. Los medicamentos farmacéuticos no trajeron ningún alivio. El verano después de mi primer año en la universidad, un médico recomendó que me extirparan las amígdalas, diciendo que el procedimiento me liberaría de los ataques de bronquitis. Me sometí a la operación, solo para descubrir que sufría de bronquitis con más frecuencia que antes, y con la misma gravedad. Fue entonces que dejé de ir a los médicos. Eran buenas personas que hicieron todo lo posible para ayudarme, pero sus tratamientos simplemente no me mejoraron.
Meses después de graduarme, comencé a asistir a clases en la Facultad de Derecho en una universidad que tenía una Organización de la Ciencia Cristiana (OCC). Como un amigo ya me había dado a conocer la Ciencia Cristiana, asistí a las reuniones semanales de la OCC. El consejero del campus de la OCC era practicista de la Ciencia Cristiana. Para resumir: Un día, cuando los síntomas de la bronquitis eran particularmente agresivos, el consejero me preguntó si quería que él orara por mí. Acepté humildemente su oferta, y en tan solo un momento o dos, todos los síntomas simplemente desaparecieron. Tuve una curación completa de esa condición crónica. (Véase mi testimonio en la edición de octubre de 1980 de The Christian Science Journal.)
Aproximadamente un año después de esta curación, comencé a sufrir de una enfermedad que era endémica en la parte del país a la que me había mudado. Oré a Dios para que me sanara, pero también reduje mi ingesta de alimentos de acuerdo con la teoría de la época de que uno debe comer menos cuando tiene fiebre.
Después de uno o dos días sin progreso alguno, la proverbial bombilla se encendió en mi consciencia. Comprendí con gran claridad la verdad espiritualmente científica de que debido a que Dios es omnipotente, Él no necesita ninguna ayuda para producir una curación. De hecho, mis esfuerzos humanos estaban trabajando en contra de mis oraciones, porque tratar de ayudar mediante el uso de un supuesto remedio material representaba una fe dividida entre el Espíritu, o Mente (sinónimos bíblicos de Dios) y la materia. Si no tenía plena fe en la Mente divina, no podía esperar que la curación espiritual tuviera éxito. Como explica Mary Baker Eddy en Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Los mortales ruegan a la Mente divina que sane a los enfermos, e inmediatamente excluyen la ayuda de la Mente usando medios materiales, obrando así en contra de sí mismos y de sus oraciones y negando la capacidad otorgada por Dios al hombre para demostrar el poder sagrado de la Mente” (pág. 182).
Hay versículos e historias en la Biblia que indican claramente que la comida no puede ayudarnos ni dañarnos y que evitar ciertos alimentos no es la clave para una buena salud. Por ejemplo, el libro de Daniel registra que los jóvenes que se negaron a comer la comida del rey —supuestamente el alimento más nutritivo— y en su lugar solo comieron legumbres (granos o verduras) y agua durante diez días, parecían estar “mejor[es] y más robusto[s]” que los que comieron la comida (véase 1:3-15). Cristo Jesús apartó constantemente el pensamiento del cuerpo, instruyendo a sus discípulos: “No os afanéis por vuestra vida, qué habéis de comer o qué habéis de beber” (Mateo 6:25). Él sabía que el hombre es espiritual y que Dios, el Amor divino, sostiene y mantiene a Sus hijos. En la medida en que comprendemos esto, tenemos dominio sobre la creencia de que el alimento tiene poder sobre nosotros.
Una vez que vi esto y reconocí la futilidad de seguir las modas de la salud y distintas reglas con respecto a la comida, ingerí una cena completa, incluido el postre, como lo haría normalmente. Me sentí mejor esa noche, y por la mañana no había rastro de la enfermedad, ni en aquel entonces ni en los muchos años que siguieron.
Marcos Hendrickson
Simpsonville, Carolina del Sur, EE.UU.
    