Antes de ser campeones olímpicos, los remeros conocidos como “los chicos del bote” tenían trabajo que hacer para “subsumir sus egos individuales por el bien de todo el bote”. Esta cita del libro [Los chicos del bote] “Remando como un solo hombre: Nueve estadounidenses y su épica búsqueda por la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Berlín de 1936, por Daniel James Brown (pág. 241), llega al corazón de la humildad que se requirió para permitir que estos atletas alcanzaran un éxito mayor de lo que inicialmente habían creído posible. El autor afirma que “ningún otro deporte exige y premia el abandono total de uno mismo como lo hace el remo” (pág. 178).
La humildad fue clave para que los remeros trabajaran como un equipo cohesivo. Y aunque la mayoría de nosotros no tenemos la vista puesta en una victoria olímpica, aun así, la práctica de sacar el ego del medio es parte integral del éxito en cualquier esfuerzo que valga la pena. No obstante, a menudo puede parecer que es todo lo contrario: que es la afirmación del yo —de los deseos y habilidades personales— lo que nos impulsa a la cima. A pesar de que, en última instancia, ese sentido personal del yo y de la competencia se basa en la limitación. Puede parecer que nuestras habilidades fluctúan, que van y vienen, a veces sin una razón perceptible. Por lo tanto, confiar en lo que creemos que somos capaces de hacer por nosotros mismos, incluso si es excepcional, a la larga nos lleva a quedarnos cortos.
La vida de Cristo Jesús presenta un modelo más eficaz. Él no reclamó ninguna individualidad aparte de Dios y ninguna distinción personal, sino que dijo: “Yo estoy entre vosotros como uno que sirve” (Lucas 22:27; Nueva Versión Internacional). Sin embargo, su demostración del poder sanador no tiene parangón en la historia humana. Al observar su ejemplo, podemos comenzar a entender que vivir con humildad — dejar de lado un sentido limitado o material de uno mismo— en realidad ilumina la individualidad verdadera y plena como la expresión de Dios, el Espíritu.
Quizá pensemos que emular el ejemplo de Jesús está más allá de nosotros. Pero el maestro cristiano no vino a hacer alarde de poderes que solo él poseía. Vino a demostrar la totalidad y la bondad de Dios para todas las personas y para todos los tiempos. Y mostró lo que se puede lograr cuando comprendemos que Dios es Amor, como Jesús lo evidenció, y nuestra relación con este Amor.
Jesús dijo: “Yo no puedo hacer nada por mi propia cuenta” (Juan 5:30, Nueva Versión Internacional). Humildemente reconoció que su identidad tenía su origen en Dios —el Ser Divino— y solo en Dios. Esto permitió a Jesús sanar a los afectados por toda clase de enfermedades, incluso las que ponían en peligro su vida. Demostró que el éxito no se basa en el poder personal, sino en el Cristo, “la forma impersonal de la Verdad” (Mary Baker Eddy, Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 310).
Y lo mismo es cierto para nosotros. La humildad que hace que la voluntad humana dé paso a la Verdad divina no es un ejercicio mental, sino que se trata de seguir el ejemplo de Jesús y permitir que el Cristo aclare nuestro sentido de quiénes somos y nuestra unidad con Dios. Este Cristo en la consciencia humana revierte el sentido material del yo, de modo que vemos desde el punto de vista del sentido espiritual. La humildad propia del Cristo nos da la capacidad de admitir que cada uno de nosotros es la imagen de Dios. Empezamos a ver a nuestro ser en términos de pureza y salud, bondad y alegría. Nos vemos a nosotros mismos y a los demás más espiritualmente, y esto da como resultado que los demás nos vean más espiritualmente. El camino del Cristo es el de la mansedumbre, así como una confianza que no fluctúa, sino que tiene la constancia del Amor y la Verdad divinos.
En un momento en que me sentía muy agobiada por las responsabilidades de la crianza de los hijos y del trabajo, de repente tuve un dolor intenso que me confinó en la cama. Durante un día de oración, luché por liberarme de la sensación de que si yo no hacía todo lo que tenía entre manos, no se haría correctamente. Pero este sentido del ego tenía que desaparecer. A medida que el pensamiento propio del Cristo me guiaba a escuchar a Dios en silencio, me daba cuenta de que podía dejar de sentirme como la que movía los hilos de mi vida y aceptar lo que el Amor estaba haciendo. Con esta mansedumbre me liberé del dolor. Me reuní con la familia, pero no como la que estaba a cargo, sino más bien como quien servía; como si estuviera sentada a los pies de Jesús, escuchando humildemente.
Dejar a un lado el ego humano en favor de nuestra identidad y capacidades espirituales nos permite ver la verdad de lo que la Sra. Eddy, la Fundadora de la Ciencia Cristiana, escribió en su obra seminal, Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “El hombre es la expresión del ser de Dios” (pág. 470). Como expresión de Dios, la Mente divina, encontramos que la paz y la claridad reemplazan la urgencia y la presión. Como la expresión de Dios, el Alma, encontramos que la buena disposición y la alegría desplazan la carga y la falsa responsabilidad. A través de la humildad vemos que nuestro verdadero ser es expresado por Dios, totalmente aparte de una visión limitada y mortal. Estas cualidades no son rasgos de carácter personal plagados de defectos; provienen de la única fuente infinita y constituyen quienes somos. Y a medida que reconocemos y aceptamos cada vez más este verdadero sentido como la base desde la cual vivimos, encontramos curación y libertad.
Larissa Snorek, Redactora Adjunta
