En mi tercer año del bachillerato, de repente me encontré sintiéndome un fracaso: indigna, sola, sufriendo de acné, luchando por tener éxito. Mis calificaciones habían bajado; no podía concentrarme; y no veía mucho futuro para mí. Y luego, cuando el consejero escolar me dijo que yo no tenía lo que se requería para ir a la universidad, se me vino el mundo abajo.
La tentación de ceder a la autocompasión y la depresión era muy grande en ese momento, pero mis padres, tal vez percibiendo mi necesidad de estar en un ambiente de pensamiento edificante, me enviaron a un campamento de la Ciencia Cristiana durante el verano. ¡Qué bendición fueron esas semanas! Los directores y consejeros del campamento veían a cada campista como una creación completa y perfecta de Dios, que tenía todo lo que necesitaba para florecer y destacarse. Fue un tiempo lleno de actividades alegres, preciadas amistades y logros satisfactorios.
Pero lo más importante es que fue el comienzo de aprender lo que significa ser la obra maestra de Dios y cómo cada uno de nosotros puede ver ese ideal manifestado en nuestra experiencia.
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