Desde afuera, probablemente no parecía que estuviera deprimida. Era el comienzo del bachillerato y me mantenía al día con mis estudios, atletismo y actividades extracurriculares. Pero mis relaciones no eran tan fuertes como antes, y sentía que sufría una crisis de identidad. Estaba constantemente malhumorada y triste, y las cosas parecían ir cuesta abajo.
La depresión fue lo que más afectó mi vida familiar. Realmente necesitaba a mi familia, no obstante, la apartaba y tomaba decisiones que no se alineaban con sus valores. Estaba tan influenciada por los nuevos “amigos” con los que me estaba rodeando que esto afectó negativamente mis relaciones con las personas que más me importaban.
Sabía que necesitaba ayuda y quería sentirme mejor. Pero incluso tratar de descubrir por dónde empezar era abrumador, así que mi mamá me sugirió que llamara a una practicista de la Ciencia Cristiana para que orara por mí.
Cada vez que hablaba con esta practicista, lloraba; más que nada porque sentía que las cosas no mejoraban. Pero también lloraba porque lo que compartía conmigo era muy amoroso y reconfortante, y quería creer lo que ella me decía; que a pesar de cómo me veía a mí misma y cómo me sentía, yo era realmente la hija de Dios, perfecta, completa y sana.
La practicista también me mostraba que, si podía amar a los demás, también podía amarme a mí misma, porque todo el amor viene de la misma fuente: Dios, el Amor divino. Eso fue difícil para mí. Pero realmente quería que fuera verdad, así que acepté el desafío de descubrir cómo amarme a mí misma. Leí muchos testimonios sobre el amor y la salud mental en las revistas de la Ciencia Cristiana. Esto me reconfortó, porque me di cuenta de que no estaba sola en cómo me sentía y que la curación siempre es posible.
En un momento dado, la practicista me pidió que comenzara a llevar una lista de gratitud. Empecé dando gracias por mi querida familia, por mi educación y por tener suficiente para comer. Luego pude agregar más cosas a la lista: un maestro servicial en la escuela, una práctica a campo traviesa que salió bien, el cambio de color de las hojas en los árboles. Pero lo único con lo que todavía luchaba era con sentirme agradecida por mí.
Una noche, después de estar en este oscuro lugar mental durante unos seis meses, me embriagué mucho después de consumir una cantidad considerable de alcohol. Mis padres me cuidaron y llamaron a la practicista que había estado orando por mí. Este fue un momento decisivo. No solo me recuperé por completo —una gran curación en sí misma— sino que me di cuenta de que mi enfoque de tener un pie adentro y otro afuera de la puerta para resolver este problema realmente no estaba funcionando. Quería recurrir por completo a la oración para encontrar una solución. Al darme cuenta de esto, sentí como si me hubieran quitado un peso de encima.
Me volví a Dios de todo corazón, pero seguía creyendo que mi felicidad era circunstancial. No dejaba de pensar y decir: “Seré feliz cuando...”. Pensaba que los amigos que tenía, mi apariencia y el éxito que lograba determinaban mi felicidad y mi capacidad para amarme a mí misma. Pero estaba comenzando a aprender que ser feliz, en realidad, consistía en reconocer el amor omnipresente de Dios que todo lo envuelve, y apoyarse en él.
Algo que me ayudó a sentir que podía confiar en Dios durante este tiempo fue la primera línea del libro de Mary Baker Eddy Ciencia y Salud con la Llave de las Escrituras: “Para aquellos que se apoyan en el infinito sostenedor, el día de hoy está lleno de bendiciones” (pág. vii). Me gustaba la idea de que esa presión que sentía no era tan legítima como parecía. No estaba sola. Podía recurrir a Dios y preguntarle qué debía hacer a continuación, y eso no tenía que ser un proceso difícil.
Además de mi diario de gratitud, comencé a llevar una lista de las cualidades espirituales que Dios me había dado; tales como paciencia, amor e inteligencia. Se convirtió en una alegría ver cómo se manifestaba el bien en mi vida diaria y también reconocer todo el bien que yo expresaba.
A medida que aprendía más sobre mi verdadera identidad espiritual, las decisiones que quería —y no quería— tomar se volvieron más claras, y las cosas naturalmente comenzaron a cambiar. Dejé de salir con la gente con la que tanto me esforzaba por integrarme. Aprendí a ser más independiente, porque sabía que en realidad no estaba sola y que Dios me guiaba. También se hizo más fácil ver que mi valía no dependía de mi aspecto o de cualquier validación externa.
Supe que había sanado de la depresión cuando pude ver más allá de la oscuridad, y cuando en lugar de llorar por teléfono con la practicista, pude compartir con ella todas las cosas positivas que sucedían en mi vida. Mis relaciones, especialmente con mi familia, se fortalecieron. Y por primera vez, sentí que estaba vislumbrando lo que significaba amarme a mí misma y saber que Dios me creó.
Un par de meses más tarde, supe que podía continuar mi viaje sin el apoyo cercano de la practicista, algo que jamás pensé que sería posible. Sentí como si el sol hubiera salido después de haber estado en la oscuridad durante mucho tiempo.
Esta experiencia me ayudó a crecer espiritualmente, tanto en mi comprensión de Dios como en mi aprecio por la Ciencia Cristiana. Aprendí que cuando pongo mi confianza en Dios, puedo sanar, incluso cuando una situación parece imposible de resolver.
También estoy agradecida por las publicaciones periódicas de la Ciencia Cristiana como un lugar al cual acudir cuando no sabes adónde más ir. Para esos momentos en los que te sientes tan desesperado y perdido, leer la experiencia de curación de alguien puede ser la luz que te lleve hacia adelante. Sé que lo fue para mí.
    