Había estado postrada en cama durante un mes con fiebre palúdica. Los médicos amablemente me dijeron que no había nada que pudieran hacer para ayudar, y los métodos alternativos de curación no habían traído alivio. Pero tenía la esperanza de que este no sería el final de la historia. Había llegado al punto en el que quería, más que nada, comprender quién y qué era yo realmente.
Eran cerca de las dos de la madrugada y la cuestión de mi identidad me mantenía despierta. Con la mirada fija en la pared del dormitorio, pensé en una teoría de la física cuántica, según la cual un átomo no existe necesariamente en un estado u otro, sino que puede estar en todos sus estados posibles a la vez, y que solo toma una forma particular cuando alguien lo observa. Para mí, esto apunta a la idea de que todo es en realidad consciencia.
Mi pensamiento se dirigió a un libro que había estado leyendo sobre el cristianismo primitivo, que me recordó el heroísmo espiritual que me había atraído de niña a Cristo Jesús y a los apóstoles. Comencé a reflexionar: ¿Qué pasaría si Jesús y aquellos primeros cristianos hubieran demostrado que la sustancia es el Espíritu cuando sanaban condiciones físicas? ¿Qué pasaría si las curaciones registradas en los Evangelios fueran ejemplos del poder de la consciencia iluminada?
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