En un dibujo anónimo, un joven está sentado debajo de un árbol, con las manos dobladas sobre sus rodillas, contemplando el cielo nocturno. Este sencillo boceto está acompañado de estas palabras: “Nunca hablarás con nadie más de lo que te hablas a ti mismo en tu cabeza. Sé amable contigo mismo”.
Si nos hacemos eco de la quietud del joven y escuchamos en el silencio de nuestros pensamientos, podemos oír una voz que no es la nuestra, dándonos un mensaje similar. Es el Cristo, el mensaje divino de Dios, que Jesús escuchaba incesantemente cuando sanaba a los enfermos y apartaba a las personas de las malas acciones y la forma de pensar equivocada. El Cristo aún transmite hoy una idea clave que Jesús compartió: Debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos. Esto implica que es correcto amarnos a nosotros mismos.
Pero Jesús no nos estaba diciendo que adoremos el yo que parecemos ser, compuesto de pensamientos buenos y malos y acciones correctas e incorrectas, que vacila entre la enfermedad y la salud, entre la denigración y el engrandecimiento propios. El estudio y la práctica de la Ciencia Cristiana revelan la naturaleza de la “identidad” espiritual que cada uno de nosotros tiene, constituida por todo lo que refleja y expresa el Amor divino, Dios. Así es como debemos comprendernos y apreciarnos a nosotros mismos, como la expresión individual de sí mismo del Amor, sostenida dentro de la ilimitada realidad del Amor. Mary Baker Eddy, quien descubrió la Ciencia Cristiana, usó la palabra desinteresada para describir el amor que refleja el Amor divino, y acuñó la frase “nuestra mejor y más desinteresada identidad” (La Primera Iglesia de Cristo, Científico, y Miscelánea, pág. 6) para describir la individualidad que expresa a Dios en dicho amor. Llegamos a conocernos a nosotros mismos de esta manera, y, por lo tanto, nos amamos a nosotros mismos, a medida que llegamos a conocer a Dios, porque Él es la única fuente de esta identidad verdadera que es totalmente espiritual.
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