Hay muchas experiencias en la vida que parecen requerir acomodarse y esperar a que suceda algo. Puede ser una estación del año que no nos gusta o una fase en el comportamiento de un niño, o bien, más a nivel global y aparentemente más amenazante, una pandemia o una agitación política. Sin embargo, una de las curaciones de Jesús demuestra a la perfección un tipo de espera mucho más prometedor.
La Biblia habla de un estanque llamado Betesda, rodeado de pórticos, donde había “una multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos, que esperaban el movimiento del agua. Porque un ángel descendía de tiempo en tiempo al estanque, y agitaba el agua; y el que primero descendía al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviese” (Juan 5:3, 4).
Un hombre había estado allí 38 años. En un momento en que la expectativa de vida promedio no era mucho más que eso, él debe de haber sentido que había poca esperanza de recibir lo que estaba esperando —un suceso casi mágico— pero que no tenía otra opción. Cuando Jesús le preguntó si quería ser sanado, el hombre respondió solo con una explicación de por qué tal cosa era probablemente imposible: “Señor, … no tengo quien me meta en el estanque cuando se agita el agua; y entre tanto que yo voy, otro desciende antes que yo” (versículo 7).
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