Cuando era una niña pequeña viví en una zona de guerra. En medio de mucha tragedia, tuve que dejar mi patria con mi familia para ir a un nuevo país, con muchos cambios en mi forma de vida. La transición no fue fácil, y recordaba continuamente con pesar los días de mi primera infancia. Me sentía fuera de lugar en esta nueva tierra con su idioma extraño y cultura desconocida.
Pasaron los años y el pesar pasó a segundo plano, hasta que surgió la misma situación de guerra en este nuevo país. Para entonces, ya una joven casada, fui nuevamente brutalmente desarraigada y obligada a mudarme, esta vez a otro continente. Parecía que el ciclo de destrucción, pérdida, dolor y pesar comenzaba una vez más.
Pero a esa altura había encontrado la Ciencia Cristiana, y esto me hacía cuestionar la validez de mi historia humana. La Ciencia Cristiana revela que el hombre, la verdadera naturaleza de cada uno de nosotros, es espiritual, jamás encerrado en la materia. Entonces, comprendí que los malos recuerdos no pueden representar la verdad de la existencia y no son parte de nuestra verdadera identidad como hijos de Dios. Son registros falsos de una existencia de la que Dios no sabe nada.
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