¿Está mi ejercicio arraigado en Adán o en el Cristo? Esta fue una pregunta que me hice cuando me lesioné la espalda a fines del año pasado. Me he apoyado en la Ciencia Cristiana por más de veinte años, pero no fue sino hasta que fui marginada con esta lesión que me vi obligada a examinar mis motivos para hacer ejercicio y actividades atléticas.
El mundo cree con firmeza que el ejercicio es necesario para la salud, la fortaleza, la resistencia y la belleza, y que los logros atléticos son deseables por la autoestima que pueden brindar. No obstante, esto se basa en un concepto de identidad encajonado en la materia, basado en la carne y compuesto de músculos, tendones, nervios, órganos, etc. Se remonta a la segunda historia de la creación en la Biblia (la historia de Adán y Eva) y la falsa creencia que promueve que Dios “formó al hombre del polvo de la tierra, y sopló en su nariz aliento de vida” (Génesis 2:7), en otras palabras, que Dios puso vida en la materia.
El primer capítulo del Génesis, por otro lado, registra que el hombre (cada uno de nosotros) fue creado a imagen y semejanza del Espíritu, Dios. Este concepto espiritual e iluminado, más tarde identificado con el Cristo —la idea divina de Dios— indica que nuestra verdadera sustancia no tiene ni un solo elemento material.
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