Era mi primer año de universidad. Me había ido a casa de vacaciones, y ya casi habían terminado. Adoraba la universidad, no obstante, la noche antes de irme, me acurruqué junto a mi madre, que estaba leyendo en la cama, y lloré porque no quería volver. Simplemente no me sentía como en casa todavía.
No lo sabía en ese momento, pero ese sentimiento era provocado por algo más profundo que pasar unos meses rodeada de personas y lugares desconocidos. También me había encontrado en nuevos entornos sociales, y estaba empezando a cuestionar por qué creía lo que creía como Científica Cristiana. ¿Beber alcohol? ¿Citas? ¿Quién era yo y qué pensaba realmente? En mi búsqueda por descubrir lo que creía y valoraba —en lugar de simplemente aceptar lo que otros me habían dicho que debía creer— comencé a experimentar con diferentes opciones.
La mayoría de la gente probablemente miraría lo que estaba haciendo y pensaría que era bastante dócil. Aun así, no me sentía yo misma. Ese sentimiento llegó a su punto máximo una noche de fin de semana, varias semanas después de las vacaciones, en que un grupo de amigos y yo tomamos el autobús para asistir a una fiesta de fraternidad en una universidad cercana. Parecía ser nuestra primera “verdadera” noche de universidad, y todos estaban emocionados de ir. Pero tan pronto como llegamos a la fiesta, entré en pánico. No podía fingir más; simplemente ese ambiente no era lo que a mí me gustaba. Me fui, junto con varios amigos, y regresé a nuestro campus sintiéndome estúpida y avergonzada. Al día siguiente, me desperté con una erupción alrededor del cuello.
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