Hay una curación registrada en el octavo capítulo del Evangelio de Juan. Es un relato bien conocido que a menudo se considera como una lección para no juzgar o condenar a otros o una curación del pecado. Una mujer había sido condenada por adulterio, y los escribas y fariseos estaban buscando una oportunidad para acusar a Jesús de no enseñar y predicar de acuerdo con la ley rabínica. Fue un ataque a la base misma de su misión sanadora.
Aunque es poco probable que la mayoría de nosotros nos enfrentemos a una situación como esta, puede haber habido momentos en los que nos hemos encontrado cara a cara con el temor a la enfermedad o la acción dañina de otro, o nos hemos sentido en el lugar del acusado. Podemos sentirnos condenados por un error que hemos cometido, o sentirnos culpables por lo que no hemos hecho, y creer que no merecemos sanar. Es tentador buscar la razón del problema. Pero Jesús no hizo eso. No cuestionó a la mujer sobre su triste historia, los porqués y las razones de su situación. Tampoco preguntó más a los escribas y fariseos acerca de esta mujer. Su dominio y sereno aplomo lo mantuvieron a salvo, los mantuvo a ambos a salvo, los mantuvo a todos a salvo.
Jesús sabía quién era. Él sabía que su unidad con su Padre era la fuente de cada uno de sus pensamientos y acciones. El hecho espiritual de la inseparabilidad de Dios y el hombre (todos los hijos e hijas de Dios) también significa nuestra completa separación de todo lo que no se origina en un Dios del todo amoroso. Y cualquier cosa que no tenga causa divina no tiene derecho a existir o incluso presentarse para ser considerada. Sabiendo esto, Jesús podía ver la creación pura y perfecta de Dios más claramente que nadie, allí mismo donde aparecían situaciones discordantes.
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