Fui criada como estudiante de la Ciencia Cristiana, y ciertamente había aceptado e incluso sanado al comprender que el hombre es la imagen y semejanza de Dios, como aprendemos del primer capítulo del Génesis, y por lo tanto es espiritual. Pero recuerdo una época en la que estaba demasiado enfocada en la vida como un viaje espiritual que requería que progresara con diligencia. Me sentía agobiada por un enorme sentido de responsabilidad personal. Debemos ser obedientes y responder, y de hecho lo hacemos, al llamado de Dios y seguirlo con humildad, pero después de asistir a una conferencia de la Ciencia Cristiana centrada en la infinitud de Dios, ¡fue como si eliminaran las paredes y el techo de mi comprensión de la creación de Dios! Empecé a ver que me esperaban grandes lecciones.
Pude vislumbrar que todos nosotros pertenecemos eterna e intemporalmente a Dios, el Principio divino e infinito del universo llamado Mente, y que ninguno de nosotros está en una “travesía” para ser espirituales: ya lo somos. La Vida, Dios, no depende de que nosotros seamos una causa. La Vida nos mantiene perfectamente de acuerdo con la ley divina; todos somos necesarios para la Vida como efecto, no como causa. Y la Vida no es opcional, no es algo a lo que decidamos formar parte o no. Estas son poderosas verdades sanadoras.
Mary Baker Eddy explica elocuentemente: “La Ciencia Cristiana refuta todo lo que no es un postulado del Principio divino, Dios. Es el alma de la filosofía divina, y no existe ninguna otra filosofía. No es una búsqueda de sabiduría, es sabiduría: es la diestra de Dios que tiene asido al universo —todo tiempo, espacio, inmortalidad, pensamiento, extensión, causa y efecto; que constituye y gobierna toda identidad, individualidad, ley y poder. La Ciencia Cristiana se basa en las siguientes proposiciones de las Escrituras: que Él hizo todo lo que fue hecho, y que ello es bueno, refleja la Mente divina, es gobernado por ella; y que nada aparte de esta Mente, el Dios único, es creado por sí mismo ni evoluciona al universo” (Escritos Misceláneos 1883-1896, pág. 364).
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