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Abraham el fiel

Del número de julio de 1950 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Ciertos aspectos del carácter de Abraham son tan notables que cuando se recuerda la época en que vivió uno no puede menos que maravillarse de la claridad de su pensamiento y de sus anhelos. Abraham era un caudillo del oriente, poseedor de grandes riquezas. Sin duda poseía todo lo que el mundo de aquel entonces podía ofrecerle. Sin embargo, el ferviente e irresistible, sí, el predominante impulso de su vida, fué el de alcanzar un concepto correcto de Dios. No estaba enfermo como lo estuvo Job, tampoco se hallaba en destierro como Jacob, ni era prisionero como José; pero su anhelo de hallar a Dios y de adorarle como se debe fué más grande aún que el de estos tres. No es de admirarse entonces que a él le fuera revelado el hecho trascendental del monoteísmo, la verdad de que sólo existe un Dios.

Obedeciendo el mandato de Dios, que se inspiraba en sus grandes y profundas ansias de conocer la Verdad, abandonó su país y sus compatriotas. Según la epístola a los Hebreos (11:8, 10): “Salió sin saber a dónde iba”, pero “esperaba la ciudad que tiene los cimientos; cuyo arquitecto y hacedor es Dios.” Esta sublime confianza y fiel obediencia es resumida por Mary Baker Eddy en su definición de Abraham en el Glosario de “Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras” como sigue (pág. 579): “Fidelidad; fe en la Vida divina y en el eterno Principio del ser. Este patriarca ilustró el propósito del Amor de crear confianza en el bien, y demostró el poder que tiene el entendimiento espiritual para preservar la vida.”

Para Abraham no había nada, por maravilloso que fuera, que Dios no pudiera hacer. “¿Hay cosa alguna demasiado difícil para Jehová?” (Gén., 18:14.) Al leer e interpretar metafísicamente la historia de la vida de este patriarca, debemos recordar que cuando se dice que Dios dijo u ordenó tal o cual cosa, era en la propia consciencia de Abraham que tales ideas y conceptos acerca de Dios se revelaban. Se nos dice que Abraham hablaba con Dios. Esto le capacitó para que fuera él el que pusiera fin al sacrificio humano que prevalecía en aquellos tiempos pero que jamás fué practicado por los descendientes de Abraham. Su suprema devoción a Dios le indujo a ofrecer a su hijo único al sacrificio, llegando al punto de hacer todos los planes para su consumación. Sin embargo, al último momento el ángel del Señor, es decir, el concepto correcto de la adoración, habló a su consciencia, iluminándola. Su manera inteligente de pensar y su concepto de Dios como Amor le demostró que semejante acto no podía ser la voluntad de Dios, de ese Dios perfecto que él conocía.

¿Cómo sabemos que Abraham conceptuaba a Dios como Amor? Por lo afectuoso que era, y por las apelaciones que él hacía a la misericordia de Dios. Meditemos acerca de lo que dijo a su pariente Lot, que fué algo así: Escoge tu primero. Toma la tierra que prefieras, y yo me dirigiré en dirección opuesta. “No haya, te ruego, contienda entre mí y ti, ni entre mis pastores y tus pastores; porque hermanos somos” (Gén., 13:8). Abraham no sólo tuvo la visión de la hermandad de los hombres, sino que también la llevó a la práctica. Si las naciones adoptaran hoy en día semejante política de mutua hermandad, no tendríamos guerras. Cuán tierna fué asimismo su compasión — y bien que la tuviera — para con Agar e Ismael, ya que fué “muy gravoso” para él cumplir con el ruego de Sara de que se les echara fuera.

Sin embargo, lo que más claramente demuestra el concepto cada vez más espiritual que Abraham tenía de Dios es la historia tan emocionante de sus ruegos al Todopoderoso de que salvara a las gentes de Sodoma y Gomorra. Cuan clara y tierna es esta historia bajo la luz que la Christian Science vierte sobre las Escrituras. Abraham sabía que los habitantes de las dos ciudades eran muy depravados, sin embargo, su tierno corazón no le permitía contemplar tal destrucción. Entre aquellos que serían destruídos, sin duda habrían algunos que eran justos e inocentes. Su corazón sentía angustia por ellos, así es que según consta en el libro del Génesis, se acercó a Dios, es decir, a través del deseo que es oración obtuvo un concepto más claro y más cercano del Amor que es Dios.

Comenzó diciendo: “¿Es así que tú vas a destruir al justo con el inicuo? Quizás habrá cincuenta justos en medio de la ciudad; ¿es así que tú destruirás y no perdonarás el lugar por amor de los cincuenta justos que hubiere dentro de él? ¡Lejos sea de ti el obrar de esta manera, que hagas morir al justo con el inicuo, y que el justo sea tratado como el inicuo! ¡Lejos sea esto de ti! ¿El juez de toda la tierra no ha de hacer justicia?” Y según el relato bíblico, Dios respondió: “Si hallare en Sodoma cincuenta justos en medio de la ciudad, perdonaré a todo el lugar por amor de ellos” (Gén., 18:23–26).

Mientras Abraham hablaba, o más bien razonaba con su propia consciencia acerca de la misericordia y justicia de Dios, la Verdad le hizo comprender que hasta una fracción o mínima parte del bien, o la justicia, preponderaría sobre la montaña de impiedad, y así es que finalmente exclamó (vers.° 32): “Yo te ruego no se encienda la ira del Señor, y hablaré solamente esta vez: Quizá se hallarán allí diez.” Y el Señor, hablando a la consciencia de Abraham y a través de ella, respondió: “No la destruiré por amor de los diez.”

Sodoma fué destruída, lo que demuesta que no fueron hallados en ella ni diez justos. Este incidente tiene mucho interés para los tiempos actuales. Hoy la gente se encuentra muy preocupada acerca de la estabilidad del mundo y de sus propios países. Esto es muy natural, puesto que la inseguridad de la mente mortal y de las instituciones humanas jamás ha sido tan aparente, tan desastrosa, como en los tiempos actuales. Sin embargo, nunca ha habido tantos que comprendieran, al menos en parte, la verdad del ser, la irrealidad del mal y la totalidad de Dios, el bien, como los hay ahora. Son pocos empero comparados con los millones que ignoran la Verdad o se sienten indiferentes acerca de ella, pero siendo la Verdad la única y verdadera substancia, el único poder e inteligencia, ella inevitablemente destruirá el sueño de la existencia mortal y será suprema.

¿Es nuestro Dios acaso menos justo, menos misericordioso y menos poderoso que el Dios de Abraham? A medida que nos acercamos al Amor que es Dios, nosotros también percibiremos que la comprensión y el pensar correcto, o justicia, de los diez que se adhieren a la Verdad, tienen preponderancia sobre las tendencias caóticas y destructivas del error. Seamos pues más constantes, activos y persistentes en nuestras afirmaciones y demostraciones de la irrealidad del mal, y de la omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia de Dios.

Volviendo a la historia de Abraham, hallamos que fué él quien tuvo la visión de Melquisedec: Melquisedec, el sacerdote del altísimo Dios “hecho semejante al Hijo de Dios”, rey de paz. Esto demuestra que Abraham vislumbró el Cristo y probablemente fué el primero que tuviera tal revelación. Ya que Melquisedec no tenía ni padres ni genealogía ¿no habrá percibido Abraham — bien podría preguntarse uno — al menos en cierta medida, la naturaleza incorpórea del Cristo, que se define tan claramente en la Christian Science?

Bien podemos reverenciar la memoria de este patriarca, Abraham, quien se entregó de lleno a buscar y hallar al Dios verdadero, y quien conocía y practicaba la regla de oro en aquella era de ignorancia y superstición; Abraham, amigo de Dios; aquel que comulgaba con el infinito y que escuchó y asentó en esos días de antaño el mandato, repetido siglos después por el Maestro: “Se perfecto.” ¡Oh fiel Abraham!

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