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Impugnando la enfermedad

Del número de octubre de 1955 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


A Todos nos toca visitar a los enfermos en diversas ocasiones. Sea que lo hagamos por condolencia o por ser nuestro deber, la actitud que asumamos hacia la enfermedad y especialmente hacia el enfermo puede causar un efecto profundo. Consolar al paciente, alentar o infundirle esperanza puede que lo saque del cautiverio de la enfermedad, mientras que una actitud contraria de desesperanza o fatalismo sólo lo ata más fuertemente a sus cadenas patológicas. Aun sin que se hable ni una palabra, el paciente puede sentir la confianza o la desesperanza que abrigue el que lo visite en cuanto al estado en que esté. De ahí la importancia de la actitud que asumamos ante los abrumados por la aflicción, la enfermedad o por cualquier clase de penas.

Una de las primeras cosas que hace el Científico Cristiano en lo que su experiencia le depare es que en vez de consentir con la enfermedad u otra discordancia, la llama a cuentas impugnándola naturalmente y le niega el derecho de esclavizar al hombre. Pero hay que entender con claridad que esto no implica una simple declaración de que “todo está bien,” sino una actitud razonable y bien razonada mediante la cual el Cristiano Científico reconoce y confirma lo que ha aprendido respecto a causa y efecto.

El Científico Cristiano aprende que la causa primordial y que existe de por sí como origen de toda existencia real, es enteramente buena y constructiva, pues de otro modo habría caos universal. Las Sagradas Escrituras definen la naturaleza de esa causa primordial como Dios, o Amor, y tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo se reconoce ese Dios que es Amor como el único poder verdadero. Por tanto, cuando se le enfrenta alguna enfermedad su actitud tiene que ser distinta de la de quien esté criado y educado conforme a las teorías múdico-materiales que atribuyen poder al mal y a la enfermedad.

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