Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer

El momento decisivo de mi vida

Del número de enero de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En la escuela secundaria me vi cada vez más comprometida con un joven que se oponía mucho a la Ciencia Cristiana. Aunque me había criado en la Ciencia Cristiana y siempre había asistido a la Escuela Dominical, nunca había sentido la necesidad de usar lo que se me había enseñado. Raramente tenía problemas, y si surgía alguna dificultad, era eliminada rápida y tranquilamente por medio de la oración de mis bondadosos padres.

Cuando ingresé a la universidad (a la misma que asistía mi amigo), éste me enfrentó con preguntas y argumentos expresamente destinados a apartarme de “mi religión heredada”. Yo no estaba preparada para dar respuesta a sus argumentos, ni tenía siquiera el deseo de resistir a la sugestión de rechazar esta religión que afirma la perfección del hombre en lo que parece ser un mundo imperfecto. Me prohibió asistir a la Escuela Dominical, amenazándome con: “Tu iglesia o yo, porque no puedes tener ambos”. No me fue difícil tomar una decisión precipitada, y probablemente Uds. adivinarán cuál fue la que tomé — una animada vida social que de seguro me llevaría a casarme con el muchacho más bien parecido y donairoso de la universidad, en lugar de participar en una pudibunda actividad matutina dominical destinada a ayudar a gente solitaria, desafortunada y enferma. Al menos así me parecía a mí.

Durante el resto de mi primer año universitario tuve solamente un leve remordimiento de conciencia cuando al ir a casa de vacaciones asistía a la Escuela Dominical y respondía a preguntas que se ponían a discusión, como siempre lo había hecho. Pronto olvidé el sentimiento de hipocresía al reunirme nuevamente con mi amigo. Su influencia era tan poderosa en todos los aspectos de mi pensar que me parecía que no tenía que hacerlo por mí misma — ¡casi como si estuviera hipnotizada! Si surgía algún problema, él lo resolvía; y un bello mundo artificial estaba habitado sólo por nosotros dos. Pensaba que en realidad yo no necesitaba de la Ciencia Cristiana, porque ni la había usado o vivido y sin embargo todo era magnífico. No sufría de enfermedad o depresión, y mis calificaciones tampoco eran un problema. Encontraba seguridad y felicidad en él, y eso era lo que importaba.

El momento decisivo se presentó durante el verano siguiente a mi primer año universitario. Fui invitada a la Reunión Bienal de las Organizaciones Universitarias de la Ciencia Cristiana que se celebran en Boston. Al comienzo no tenía deseos de asistir, pero por alguna razón, decidí ir. No sabía por qué estaba tomando esta asombrosa decisión pues era, prácticamente, la primera que había tomado sola en casi un año. Más tarde me sorprendí de la fuerza de la voz de la Verdad al obedecerla, a pesar de haber recibido otra amenaza de mi amigo, quien me dijo que si recorría la mitad del país para asistir a una reunión religiosa, no volvería a verlo jamás.

Ya en Boston, la noche antes de que comenzara la reunión, descubrí a qué había venido. Compartía una pequeña habitación en un hotel con cuatro miembros de una numerosa organización de otro estado. Allí conocí a una joven que estaba soportando un problema bastante serio. Se le habían irritado los ojos de tal manera que no podía ver y lloraba de dolor. Observé y escuché cómo las compañeras de su organización la ayudaban con la Ciencia Cristiana. Le declaraban verdades que yo sólo había escuchado de experimentados Científicos Cristianos. Una joven Científica Cristiana citó la definición de la Sra. Eddy del Glosario de Ciencia y Salud: “Ojos. Percepción espiritual, — no material, sino mental”.Ciencia y Salud, pág. 586; Le hablaron sobre la visión espiritual y la manifestación de esta visión en el hombre, y luego se turnaron para leerle por varias horas durante la noche. Una de las jóvenes pidió ayuda por teléfono a su madre, una experimentada Científica Cristiana. A la mañana siguiente ya estaba mucho mejor. Muy pronto mejoró por completo y pasó el resto de la semana feliz.

Esta experiencia fue para mí una prueba de que la Ciencia Cristiana sí beneficia a todo aquel que se acoge a ella, aun a una estudiante universitaria como yo. De pronto la Ciencia Cristiana se convirtió en algo vital y necesario en mi vida, algo que yo realmente deseaba aprender a vivir y compartir con otros como la había visto compartir aquella noche en Boston. Las reuniones me demostraron que la mejor manera de compartirla en mi universidad y obedecer realmente la instrucción de Cristo Jesús, “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”, Mateo 5:16. era afiliándome a la organización universitaria de la Ciencia Cristiana. No había una organización en mi universidad, y sólo uno o dos estudiantes habían declarado su predilección por la Ciencia Cristiana.

Estaba decidida a formar yo misma una organización, aunque fuera yo el único miembro. Cuando regresé a la universidad aquel otoño, encontré a otra chica que acababa de regresar de la Bienal con la misma inspiración y decisión. Juntas comenzamos a celebrar reuniones en la Unión Estudiantil, anunciándolas por toda la universidad. Dentro de un año nuestro grupo de cuatro miembros se inscribió como organización en el The Christian Science Journal. Después de cuatro años, la organización se mantenía activa con dieciséis miembros.

Este trabajo no fue obstaculizado por mi joven amigo porque las Fuerzas Armadas pensaron que lo necesitaban más que yo. Mi actividad en la organización, mi asistencia metódica a la iglesia, y mi estudio y práctica de la Ciencia Cristiana fueron llevados a cabo calladamente. Jamás se los mencioné en mis cartas a mi amigo mientras estuvo haciendo el servicio militar. Pero tanto él como aquellos con quienes convivía notaron un cambio en mis actitudes y apreciación de valores. Mi compañera de cuarto me preguntó qué me había ocurrido que con tanto fervor me levantaba todas las mañanas a leer “esos libritos que estuvieron tan polvorientos en el estante el año pasado”. Otros cambios también se evidenciaron, los cuales causaron una natural separación entre mi amigo y yo. Ninguno expresó resentimiento, a pesar de que nuestra amistad había durado siete años.

El sentimiento de liberación fue maravilloso. No tuve la sensación de haber perdido algo, no se produjo ningún vacío o soledad como me habían anticipado mis amigas. Dios verdaderamente me sacó de aquella situación en una forma armoniosa y sin sufrimiento. Me sentí protegida de un matrimonio que no hubiera sido permanente. He estado humildemente agradecida por este despertar a una vida mucho más libre y plena — a una vida que refleja la única Vida perdurable y eterna.

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más en este número / enero de 1974

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.