A la edad de dos años fui inscrita en una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana y asistí regularmente durante quince años. Sin embargo, durante mi adolescencia, me rebelé contra las disciplinas de la Ciencia Cristiana y contra las restricciones que yo pensé que me eran impuestas. Los próximos años habrían de hacerme ver intensamente la verdad de la declaración de la Sra. Eddy (Ciencia y Salud, pág. 536): “Las pasiones y apetitos tienen que acabar en sufrimiento”. Y más adelante en el mismo párrafo: “Sus supuestos goces son engaños. Sus estrechos límites aminoran sus satisfacciones y rodean sus triunfos con espinas”.
Cuando al fin, como el hijo pródigo, los sombríos efectos del desengaño y la derrota me hicieron volver en sí, descubrí que lo que le sucedió a él también me sucedió a mí. Mientras yo “aún estaba lejos” (Lucas 15:20), el Padre vino a encontrarme. El retorno a la Ciencia Cristiana pareció bellamente natural y justo.
Casi al instante mi vida adquirió un sentido de propósito y de dirección inteligente. Lejos de restringir mis actividades, el renovado estudio y aplicación de la Ciencia Cristiana me guió a un empleo por el cual el mundo entero se convirtió literalmente en mi campo de actividad. El viajar y la diversidad de experiencias que siempre había anhelado formaron una parte íntegra de mi vida diaria.
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