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En agosto de 1939 llegué a Nueva York...

Del número de noviembre de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En agosto de 1939 llegué a Nueva York procedente de lo que era entonces la Ciudad Libre de Danzig, en el Corredor polaco. En lugar de sentirme agradecido por haber gozado de la libertad de salir de Europa poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, me sentía entristecido por haber dejado tras de mí a dos de mis seres queridos. Mis parientes lejanos en Nueva York no mostraron interés en aconsejarme o ayudarme, razón por la cual debí adaptarme por mí mismo a una nueva vida y a un nuevo idioma.

Llegó el momento en que sólo me quedaban unos pocos dólares. Mi dilema se agravaba al saber las desoladoras noticias, provenientes de mi país de origen, de que toda la comunidad étnica vivía bajo la amenaza de ser deportada a un lugar desconocido. Pensé entonces que el suicidio era la única forma de solucionar el problema.

Sin embargo, Dios tenía para mí un plan mejor. En ese momento sentí la inspiración de buscar en mi maleta y sacar un ejemplar de El Heraldo de la Ciencia Cristiana, que había traído conmigo, y consultar la lista de practicistas de la Ciencia Cristiana que residían en mi vecindario. No era estudiante de esta religión. En Danzig unos amigos de mi madre la habían invitado a asistir a los servicios de la iglesia con ellos. Nacido y educado como judío conservador, me había hecho el propósito de morir en esa religión y no quería saber nada de ninguna otra. Con todo, a pedido de mi madre, asistía con ella a la Iglesia de Cristo, Científico, de tiempo en tiempo.

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