En agosto de 1939 llegué a Nueva York procedente de lo que era entonces la Ciudad Libre de Danzig, en el Corredor polaco. En lugar de sentirme agradecido por haber gozado de la libertad de salir de Europa poco antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, me sentía entristecido por haber dejado tras de mí a dos de mis seres queridos. Mis parientes lejanos en Nueva York no mostraron interés en aconsejarme o ayudarme, razón por la cual debí adaptarme por mí mismo a una nueva vida y a un nuevo idioma.
Llegó el momento en que sólo me quedaban unos pocos dólares. Mi dilema se agravaba al saber las desoladoras noticias, provenientes de mi país de origen, de que toda la comunidad étnica vivía bajo la amenaza de ser deportada a un lugar desconocido. Pensé entonces que el suicidio era la única forma de solucionar el problema.
Sin embargo, Dios tenía para mí un plan mejor. En ese momento sentí la inspiración de buscar en mi maleta y sacar un ejemplar de El Heraldo de la Ciencia Cristiana, que había traído conmigo, y consultar la lista de practicistas de la Ciencia Cristiana que residían en mi vecindario. No era estudiante de esta religión. En Danzig unos amigos de mi madre la habían invitado a asistir a los servicios de la iglesia con ellos. Nacido y educado como judío conservador, me había hecho el propósito de morir en esa religión y no quería saber nada de ninguna otra. Con todo, a pedido de mi madre, asistía con ella a la Iglesia de Cristo, Científico, de tiempo en tiempo.
Al caer enfermo con un fuerte ataque de ictericia, cuando era muchacho, mi madre dijo: “Ahora iremos a visitar a la practicista de la Ciencia Cristiana”, porque le parecía que era más barato visitar a una practicista de la Ciencia Cristiana que a un doctor en medicina. En cierto modo estaba en lo cierto, porque sané instantáneamente durante nuestra visita a la practicista. A pesar de todo esto, no estaba todavía dispuesto a aceptar la enseñanza.
Un día durante el otoño de 1938, cuando la situación política había adquirido caracteres sumamente alarmantes, regresaba yo a mi hogar después de haber hecho algunos mandados. Al llegar al centro del pueblo se apoderó de mí repentinamente un gran temor de que me estuvieran siguiendo. Mentalmente oí las palabras “Ciencia Cristiana”. Comprendí inmediatamente que para obtener ayuda y conservar mi libertad, debía solicitar a la misma practicista que orara por mí. Me apresuré y tan pronto llegué a mi casa convencí a mi madre de que fuéramos inmediatamente a visitar a la practicista. A pesar de que esta Científica Cristiana estaba rodeada de agentes y delatores de la Gestapo, la puerta del hogar de esta fiel y consagrada discípula de nuestra Causa siempre estaba abierta para quienes necesitaran curación. Los resultados de su oración científica por mí fueron tan inmediatos que, no tan sólo obtuve los documentos de inmigración en un breve plazo, sino que se cubrieron también todas mis necesidades financieras y el costo del pasaje.
Al darme mi visa para emigrar a los Estados Unidos, el funcionario consular me señaló que era yo un joven muy afortunado, pues no sólo era el último inscrito en la cuota autorizada, sino que de no haber obtenido mis documentos de los Estados Unidos dentro de veinticuatro horas, habría expirado el plazo de dos años que correspondía a mi inscripción en la cuota.
Bien, cuando hube elegido a la practicista de la lista del Heraldo, después de haber llegado a Nueva York, comprobé que ella era justamente la que yo necesitaba. Gracias a su paciencia, amor y prácticas explicaciones de la Verdad me embarqué en un consagrado estudio de la Ciencia y encontré empleo y lugar para vivir.
Al cabo de unas pocas semanas de estudio la practicista me preguntó si creía que era tiempo de comenzar a asistir a los cultos de la iglesia. Me sorprendió grandemente este pedido. ¿Cómo podía yo asistir a los cultos sin entender una palabra del idioma? Ella me aseguró que esto no sería un obstáculo, y con renuencia obedecí. Nunca habré de olvidar mi primera reunión de testimonios de los miércoles. No entendí una sola palabra, pero al salir de la reunión sentí una gran inspiración que nunca había experimentado en toda mi vida. Pensé: “Si tales son los resultados de esta religión, ciertamente quiero pertenecer a ella”.
En un momento me sentí guiado a adquirir un ejemplar de Ciencia y Salud traducido a mi idioma materno y enviarlo a mi casa, a pesar de la estricta censura imperante. Había aprendido lo suficiente como para saber que el mensaje sanador del Cristo no podía ser interceptado. La practicista me ayudó al decirme que el libro no sólo debía bendecir a mis seres queridos, sino a todas las personas afectadas. Me mantuve firme en este pensamiento, y al cabo de cuatro semanas el libro de texto llegó a mi hogar. Ese día mis dos parientes lo leyeron hasta muy avanzada la noche y a hora temprana de la mañana tuvieron noticias de que el gobierno había cambiado enteramente su decisión e iba a permitir que toda la comunidad se quedara donde residía por tiempo indefinido.
El estudio cotidiano de la Lección-Sermón que figura en el Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana dio lugar a una rápida reducción de la barrera lingüística y pronto pude estudiar Ciencia y Salud en inglés. Me suscribí entonces al The Christian Science Monitor y comprobé que leerlo era, por sí solo, un proceso educativo.
Después de la completa curación de una enfermedad por medio de la Ciencia Cristiana, curación a la que contribuyó el haber rememorado mis bendiciones, desaparecieron por entero mis reservas respecto a las enseñanzas de Jesús. Había tocado el borde del manto del poder sanador del Cristo y había comprobado que el Mesías que yo esperaba para un futuro estaba siempre presente como el “Cristo. La divina manifestación de Dios, que viene a la carne para destruir el error encarnado” (Ciencia y Salud, pág. 583).
Apenas había comenzado a adaptarme a mi nueva vida cuando fui convocado a la conscripción en el Ejército de los Estados Unidos. Durante mi período de instrucción y durante el tiempo de combate en Europa, mi entendimiento de la Ciencia Cristiana y el apoyo de las oraciones de la practicista y de los Capellanes y Ministros de la Ciencia Cristiana para tiempos de guerra se manifestaron en innumerables experiencias de protección, y en mi regreso sin un rasguño. Estoy profundamente agradecido por el amor todo inclusivo de La Iglesia Madre, que lo hizo posible.
Estoy también muy agradecido por ser miembro de La Iglesia Madre y de una de sus filiales y por haber recibido instrucción en clase de un maestro sumamente consagrado. Quiero manifestar mi agradecimiento a los fieles trabajadores del Centro de la Ciencia Cristiana. Me siento particularmente agradecido por la traducción del libro de texto y los periódicos a un número cada vez mayor de idiomas; estoy agradecido a Dios, que nos dio a Cristo Jesús, el Mostrador del camino, y por la Sra. Eddy, a quien Dios le reveló la Ciencia de las enseñanzas del Maestro.
Brooklyn, Nueva York, E. U. A.