Dios, el bien omnipotente, es el creador y preservador de todo lo que realmente existe. Puesto que Dios es Espíritu perfecto, el hombre verdadero, creado a Su imagen y semejanza, no puede ser material o discordante. El hombre es la expresión espiritual e inmortal de la Vida divina.
Toda evidencia contraria, incluyendo relaciones discordantes, sólo proviene de la creencia mortal y transitoria de vida y consciencia en la materia. Cristo, la divina manifestación de Dios, que Jesús ejemplificó humanamente, destruye esta ilusión.
Tomemos a Cristo Jesús como nuestro modelo, dejando de lado las obras de la ignorancia y del mal, tales como las disputas, la malicia y la fuerza; tales como el amor propio, la dureza de corazón, la justificación propia, la ambición de poder, la envidia y la mentira. Para realizar esto, deberíamos estudiar y orar diariamente, y estar continuamente alerta para examinar y vigilar el concepto que tenemos de nuestro prójimo y nuestra conducta hacia él.
Podemos comprender la verdad absoluta de que, puesto que todos los individuos tienen su origen en Dios, son uno en el Amor divino; una entidad no puede estar en desarmonía con otra o hacerle daño. Todas las ideas espirituales de la Mente divina están afectuosamente unidas entre sí. Nunca trabajan unas en contra de otras, sino que juntas hacen el trabajo de Dios y sólo obedecen Su voluntad.
La ignorancia de que nos hemos desviado de nuestra verdadera naturaleza, así como la ignorancia del efecto de una conducta errada, pueden ser ilustradas con un ejemplo. Muchas personas son esclavas de la creencia de que tienen poca memoria para reconocer fisonomías; en otras palabras, que no recuerdan a la gente que conocieron y entonces, sin darse cuenta, no les prestan atención. Éstos se sienten ofendidos por esta aparente negligencia personal, mientras que el responsable no se da cuenta que ha provocado en los demás resentimiento.
De la misma manera, la ignorancia de sí mismo puede llevarnos a creer que cuando nos sentimos tratados con descortesía, necesariamente es la otra persona quien tiene la culpa. Sin darnos cuenta, quizás nuestra forma impulsiva de hablar y actuar, o nuestra tendencia a querer criticar o dominar, ofende a nuestros amigos. Un poema de un poeta alemán dice:
¡Mide siempre lo que hablas!
Rápida es toda palabra hiriente.
¡Dios mió, fue sin intención!
Mas la amistad se resiente. F. Freiligrath, “Der Liebe Dauer”;
La Biblia requiere que amemos a nuestro prójimo. ¿Hacemos esto honestamente, sin egoísmo y sin excepción? Todos nuestros semejantes son nuestros hermanos y hermanas, porque todos somos hijos de Dios. Si la forma de ser de una persona no nos atrae, no nos corresponde a nosotros condenarlo o juzgarlo con severidad. “Dios no hace acepción de personas”. Hechos 10:34; El Amor divino no excluye a nadie. ¿Con qué derecho lo hacemos nosotros?
No podemos esperar que nuestro prójimo cambie de acuerdo con nuestra opinión, pero podemos cambiar nuestro pensamiento acerca de los demás y tratar de verlos como las perfectas ideas divinas que en realidad son, expresando individualmente la variedad de Dios. Cuidémonos también del deseo de aconsejar y corregir a los demás a cada momento; esto, aunque bien intencionado, es a menudo interpretado como arrogante y ofensivo. Cada uno se encuentra a un nivel distinto de entendimiento en su camino a la perfección. Seamos para los demás un ejemplo digno de ser imitado. Servimos mejor a nuestro prójimo cuando lo hacemos por medio de la bondad, que cuando pretendemos saber más que los otros.
No nos quedemos aparte, ofendidos y resentidos, cuando algo no nos gusta. No nos aislemos nosotros mismos de nuestro prójimo. Más bien seamos siempre amables y considerados, afectuosos y misericordiosos con los demás. Y también demostremos esto abierta y perceptiblemente por medio de nuestras acciones y en la expresión de nuestro rostro. Teniendo en cuenta nuestras propias flaquezas, encaremos las pequeñas flaquezas de nuestro prójimo con tierna consideración.
Al conocernos a nosotros mismos, superamos la descortesía, la justificación propia, la antipatía personal y sentimos el afecto de los hijos de Dios, que en el amor de Cristo no pueden estar separados entre sí. A medida que buscamos nuestro bienestar en la felicidad de los demás, nuestro falso sentido de estimación propia cede a la comprensión de amor de nuestro Padre-Madre Dios por todos y cada uno de Sus hijos sin distinción, y la verdadera humildad se va desarrollando en nuestro pensamiento.
La Sra. Eddy escribe en Miscellaneous Writings (Escritos Misceláneos): “Ama la humildad, ‘velad’, y ‘orad sin cesar’, o equivocarás el camino a la Verdad y el Amor. La humildad no es un entremetido; no tiene momentos para inmiscuirse en los asuntos ajenos, no tiene lugar para la envidia, ni tiempo para palabras vanas, diversiones fútiles, y todo el etcétera de los medios y métodos del sentido personal”.Mis., págs. 356–357;
Estemos atentos para que en nuestras relaciones con los demás no seamos dirigidos o influenciados por cualquier forma del mal. Por el contrario, adoptemos todas las cualidades del bien, que se expresan en obediencia a los mandamientos de Dios, en dulzura y caridad, en honestidad, pureza, desinterés y utilidad. Entonces “la creación misma será libertada de la esclavitud de corrupción, a la libertad gloriosa de los hijos de Dios”. Rom. 8:21;
En el libro de texto, Ciencia y Salud, la Sra. Eddy nos da una corta declaración de los puntos más importantes de la Ciencia Cristiana: los artículos de fe. Esta declaración se cierra con el siguiente voto: “Y prometemos solemnemente velar, y orar por tener en nosotros aquella Mente que estaba también en Cristo Jesús; hacer con los demás lo que quisiéramos que hicieren con nosotros; y ser misericordiosos, justos y puros”.Ciencia y Salud, pág. 497.