Poco antes de la Segunda Guerra Mundial, me sentí repentinamente débil y manifesté síntomas alarmantes. Me sometí a radiografías las cuales revelaron que estaba sufriendo de tuberculosis del pulmón izquierdo y dilatación del corazón. No obstante todo esto, me alisté en el ejército. Durante la guerra no era menester que los hombres que se alistaban en el ejército fueran examinados físicamente. Cuando volví a la vida civil, otros males físicos se unieron a los que ya tenía, tales como una úlcera en el estómago, frecuentes resfriados acompañados de catarro, agudos dolores de cabeza, dificultad para oír y respirar, y muchos otros.
No obstante, estos males, que me tuvieron esclavizado durante diecisiete largos años, desde 1940 hasta 1957, hicieron más profunda mi devoción a la Iglesia Anglicana. Comencé a estudiar la Santa Biblia, leyendo con gran empeño desde el Génesis hasta el Apocalipsis. Como resultado de mi estudio toda vez que participaba en concursos bíblicos que aparecían en la publicación “El Eclesiástico Anglicano”, yo siempre ganaba el primer premio. El premio ofrecido al ganador era dinero o una Santa Biblia. Cada vez que recibía un premio lo regalaba — el dinero lo donaba a la iglesia, y la Santa Biblia a un amigo o pariente que la necesitara. A pesar de mi estudio en busca de la Verdad, y aunque tomaba las medicinas prescritas por los médicos para cada uno de mis males, percibí que en vez de mejorar, mi salud iba decayendo gradualmente.
Un domingo compré un ejemplar de un semanario local. En él leí un poema sanador muy conmovedor acerca de un inválido que había sufrido de parálisis durante cuatro años. Finalmente el médico-jefe del hospital lo desahució. Un Científico Cristiano lo visitó y oró por él. A la mañana siguiente el paciente pudo sentarse, y una semana más tarde pudo ponerse de pie, al mes caminó ocho kilómetros, y a los tres meses se encontraba restaurado completamente y pudo retornar a su antigua ocupación como maestro de una escuela pública.
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