Como estudiante de música en la universidad, me tocó un día la gran oportunidad de ser solista principal de violín en uno de los conciertos mensuales del estudiantado. Al terminar mi actuación, el aplauso fue entusiasta. Sin embargo, acabada la función, al encaminarnos hacia las salidas, el tenor más destacado entre los estudiantes de música, me dirigió estas palabras: “¡Eh, Carl! ¡Desafinaste!”
Ya hace mucho que he olvidado cualquier otro comentario que se me hiciera acerca de ese concierto. Pero, después de aproximadamente dos semanas durante las cuales insistí conmigo mismo de que el tenor no sólo había sido descortés sino que también había estado equivocado, me di cuenta de que, efectivamente, había desafinado. Y me di a la tarea de practicar con mi violín para procurar que mis notas fueran afinadas en conciertos futuros.
El problema de saber cuándo y cómo se “redarguye, reprende, exhorta con toda paciencia y doctrina”, 2 Tim. 4:2; como dice San Pablo, parece ser difícil. Como sabemos que la crítica es a menudo desconcertante, tendemos, como cristianos, a clasificarla como un mal y a denunciarla bajo toda circunstancia. O si acaso aprendemos a aceptar la censura y a sacarle provecho, solemos a veces esperar que otros también puedan aceptarla.
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