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Hace unos veinte años, durante el invierno,...

Del número de julio de 1974 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Hace unos veinte años, durante el invierno, mi hombro izquierdo se puso muy dolorido. Se me hizo cada vez más difícil mover el brazo, y me dolía aunque no lo moviera. Sabía de la Ciencia Cristiana desde 1923 y había tenido instrucción en clase con una devota maestra, quien nos enseñó a desenmarañar nuestros enredos. De manera que yo sabía que podía ver la irrealidad de este problema físico y que no tenía sino que orar y estudiar.

Mi esposo, que era médico, me advirtió que se estaba convirtiendo en anquilosis del hombro, pero ambos confiamos en que esto se disolvería y desaparecería. Llegaron las vacaciones y viajamos. Ya no podía mover el brazo a la altura del hombro. Permanecía pegado al cuerpo, y mi antebrazo sólo se movía de arriba a abajo.

Cuando volvimos a casa había una pila de correspondencia esperándonos. Entre otras cosas había un ejemplar reciente de El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Me hallaba sentada con una mesa a mi izquierda y frente a un espejo que colgaba de la pared. Había orado lo mejor que sabía, haciendo a un lado todo resentimiento, silenciando la obstinación, abandonando todo aquello que era personal, incluso mi propio concepto del bien, y esforzándome por ser más obediente a la exigencia: “No endurezcáis vuestro corazón, como en la provocación, como en el día de tentación en el desierto” (Salmos 95:8 según la versión King James de la Biblia). Mi oración era para oír la voz de Dios, pues esto me haría ver en qué consistía el error.

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