Hace unos veinte años, durante el invierno, mi hombro izquierdo se puso muy dolorido. Se me hizo cada vez más difícil mover el brazo, y me dolía aunque no lo moviera. Sabía de la Ciencia Cristiana desde 1923 y había tenido instrucción en clase con una devota maestra, quien nos enseñó a desenmarañar nuestros enredos. De manera que yo sabía que podía ver la irrealidad de este problema físico y que no tenía sino que orar y estudiar.
Mi esposo, que era médico, me advirtió que se estaba convirtiendo en anquilosis del hombro, pero ambos confiamos en que esto se disolvería y desaparecería. Llegaron las vacaciones y viajamos. Ya no podía mover el brazo a la altura del hombro. Permanecía pegado al cuerpo, y mi antebrazo sólo se movía de arriba a abajo.
Cuando volvimos a casa había una pila de correspondencia esperándonos. Entre otras cosas había un ejemplar reciente de El Heraldo de la Ciencia Cristiana. Me hallaba sentada con una mesa a mi izquierda y frente a un espejo que colgaba de la pared. Había orado lo mejor que sabía, haciendo a un lado todo resentimiento, silenciando la obstinación, abandonando todo aquello que era personal, incluso mi propio concepto del bien, y esforzándome por ser más obediente a la exigencia: “No endurezcáis vuestro corazón, como en la provocación, como en el día de tentación en el desierto” (Salmos 95:8 según la versión King James de la Biblia). Mi oración era para oír la voz de Dios, pues esto me haría ver en qué consistía el error.
Crucé mi brazo derecho para tomar el Heraldo pues, el izquierdo, que estaba más cerca de la mesa no podía alcanzarlo. Lo abrí al azar en un testimonio de curación por la Ciencia Cristiana. La testificante, una mujer, dijo que había tenido artritis grave, que la predicción médica, que la Ciencia Cristiana invirtió, era que estaría inválida por largo tiempo y que debía someterse a la cirugía, etc. La situación nada tenía que ver conmigo, pero esta frase de repente atrajo mi atención: “Yo misma me había dejado limitar, empobrecer”. Fue ésta una iluminación tal que vi en el espejo cómo se había “empobrecido” la capacidad de mover mi brazo. ¡Ésta era la clave!
Mi madre había fallecido. Ella nos había ayudado a vivir plenamente. Después de su fallecimiento, empecé a restringir nuestra manera de vivir, a tener cautela al cumplir un deseo, a limitarnos en todo sentido, a nuestros hijos, a mi marido, y a mí misma, sin ninguna razón, simplemente porque las entradas parecían reducidas. ¿Cómo pude haber sido tan tonta? Yo sabía que el bien — las riquezas — vienen sólo de Dios, y que a Sus hijos nunca les falta nada. Estaba realmente avergonzada, no obstante, llena de gratitud. Nuestra situación no era como yo me la había imaginado. Por cierto, nunca estamos restringidos de ninguna manera. Mientras meditaba sobre esto, no me di cuenta de que había extendido el brazo izquierdo por completo y puesto el Heraldo sobre la mesa. ¡Vi en el espejo que mi brazo estaba enteramente libre! Y éste fue el fin del problema físico.
Pero lo mejor de la experiencia es que desde esa curación he comprendido realmente el profundo significado espiritual del Salmo veintitrés: “Jehová es mi pastor: nada me faltará”, como está interpretado en el libro de texto de la Ciencia Cristiana, Ciencia y Salud con Clave de las Escrituras por la Sra. Eddy (pág. 578): El [amor divino] es mi pastor: nada me faltará”. He tenido muchas ocasiones de probar que nada puede privarme de ningún bien: “Su brazo nos rodea con amor” (Christian Science Hymnal, No. 207).
Charenton (Val-de-Marne), Francia
