Como prueba evidente de su gratitud a Dios por su enaltecedora experiencia en Peniel, Israel insistió en que sus seguidores renunciasen a los dioses “ajenos” (literalmente “extranjeros” — ver Génesis 35:2), que algunos de ellos habían adoptado, y aceptasen exclusivamente la Deidad, frecuentemente descrita por su propio nombre, “El Dios de Israel” (ver Éxodo 24:10). Además, cuando el patriarca visitó a Betel, donde había erigido un altar muchos años antes, recibió una bendición posterior y la afirmación repetida de que la tierra de Canaán quedaría en firme tenencia a través de sus descendientes; y ahí, de nuevo, en homenaje a Dios erigió y bendijo un altar o columna (ver Génesis 35:14).
Pese a que la alegría de Israel con todas estas adicionales demostraciones de progreso pudo haber sido perturbada en cierta medida por la muerte de su bienamada esposa Raquel y la de su anciano padre Isaac (versículos 19, 29), encontró en José, el hijo mayor de Raquel, uno que, desde temprana edad, le demostró sobresaliente evidencia de las condiciones de conductor requeridas para asegurar y extender el destino de la descendencia israelita. En verdad, desde entonces, José, pese a su juventud, se coloca decisivamente al frente de sus hermanos de los cuales sólo Benjamín, hijo menor de Raquel, era más joven que él.
Nuestra primera introducción directa a José se produce cuando tenía diecisiete años, y se nos dice: “Y amaba Israel a José más que a todos sus hijos, porque lo había tenido en su vejez; y le hizo una túnica de diversos colores” (Génesis 37:3). La envidia y el odio iban aumentando entre sus hermanos, y cuando José informó a su padre las iniquidades perpetradas por cuatro de sus hermanastros, se incrementó el resentimiento en su contra (vers. 2).
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