“No tendrás dioses ajenos delante de mí” (Éxodo 20:3). En una ocasión en que estaba sufriendo fuertes dolores debido a una afección que los médicos habían diagnosticado como artritis espinal, una amiga me preguntó si durante aquella semana yo querría que ella me leyera la Lección-Sermón del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana. El tema era “El hombre”.
Acepté, y mientras mi amiga me leía de la Biblia las palabras del Primer Mandamiento citadas, empecé a analizarlas. De pronto me dije: “Bueno, aquí estoy teniendo muchos dioses, y en estos momentos este frasco de aspirinas es mi dios número uno”.
Médicos y especialistas me las habían recetado durante muchos años, pero el tratamiento no había logrado traerme alivio permanente. Llegué a aceptar el dolor como algo con lo cual tenía que vivir y buscaba aminorarlo con píldoras sedantes. Uno de los médicos me había recomendado limitar mis actividades y evitar del todo levantar cosas pesadas, agacharme o hacer movimientos forzados.
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