Adrián había tomado clases de natación durante tres veranos. En la primera clase lloró al meter la cara en el agua. Pero de esto ya hacía mucho tiempo. Ahora tenía seis años y nadaba casi todos los días con sus amigos. Le gustaba nadar bajo el agua e ir a buscar cosas al fondo de la piscina. A él y a su amigo Pedro les encantaba caminar por el trampolín imaginándose que estaban dando un paseo vestidos con su mejor ropa. Gritaban y se reían al saltar del borde del trampolín y zambullirse de pie.
Un día, al ir a su clase de natación Adrián oyó que su maestra decía “Formen fila al lado del trampolín”. De pronto Adrián sintió mucho miedo. Se colocó al final de la fila y dejó que los otros chicos pasaran primero para no tener que zambullirse. Pero esto no dio resultado. La maestra lo vio y le dijo que se zambullera de cabeza. A Adrián no le gustó nada. Después que se zambulló decidió que nunca más lo haría. Al volver a casa se sintió desdichado y pensó que sus maestras eran malas.
La lección siguiente fue todavía peor. Cuando la maestra les dijo a los niños que se pusieran en fila al lado del trampolín, Adrián se deslizó hasta un banco y se sentó muy ca- lladito. Esperaba que nadie notara que estaba allí. Pero pronto lo descubrieron. Su maestra sabía que no era bueno que Adrián se dejara dominar por el miedo y lo llevó hasta el trampolín. Adrián gritó: “¡Suélteme, no me toque!” Esto no le resultó. Se zambulló cuatro veces y se sintió más decidido que nunca a no volver a hacerlo.
Iniciar sesión para ver esta página
Para tener acceso total a los Heraldos, active una cuenta usando su suscripción impresa del Heraldo ¡o suscríbase hoy a JSH-Online!