Cuando Moisés y Aarón regresaron del desierto de Sinaí a Egipto, revestidos de la autoridad que Dios les había conferido, Aarón presentó a los israelitas los planes para su liberación. Repitió las señales que le habían sido mostradas a Moisés, que tienen que haber incluido la transformación de su vara en serpiente y el retorno de ésta a su condición normal, y la inmediata curación de Moisés de una igualmente súbita indicación de lepra. En respuesta, “el pueblo creyó. .. se inclinaron y adoraron” (Éxodo 4:31).
Empero, cuando los dos hermanos se acercaron a Faraón y le pidieron que permitiera a los israelitas ir de camino “tres días por el desierto, y [ofrecer] sacrificios a Jehová nuestro Dios” (Éxodo 5:3), esta petición fue categóricamente rechazada; y las exageradas exigencias sobre los hebreos fueron incrementadas de tal manera que Moisés y Aarón fueron acusados por ellos de contribuir a sus dificultades en vez de aliviarlas. A pesar de la oposición que encontraron así de amigos y enemigos por igual, Moisés y Aarón valerosamente persistieron en recordar a Faraón el mandato de Jehová, “Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éxodo 7:16), sólo para encontrar creciente obstinación de parte del rey.
Esta crónica testarudez preparó el terreno para las diez plagas, que rápidamente acosaron a los egipcios. Se dice que la primera plaga convirtió en sangre el agua del Nilo, un río considerado esencial para la economía de Egipto, mas la contaminación del agua amenazaba la vida de los egipcios al cortarles el básico abastecimiento de agua. Esta situación pudo bien haberle devuelto a Faraón su sentido común, de no haber sido por los magos que lo persuadieron de que ellos también eran muy capaces de producir tal milagro.
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