Skip to main content Skip to search Skip to header Skip to footer

LA CONTINUIDAD DE LA BIBLIA

[Una serie señalando el desarrollo progresivo del Cristo, la Verdad, a través de las Escrituras.]

“Deja ir a mi pueblo”

Del número de mayo de 1975 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando Moisés y Aarón regresaron del desierto de Sinaí a Egipto, revestidos de la autoridad que Dios les había conferido, Aarón presentó a los israelitas los planes para su liberación. Repitió las señales que le habían sido mostradas a Moisés, que tienen que haber incluido la transformación de su vara en serpiente y el retorno de ésta a su condición normal, y la inmediata curación de Moisés de una igualmente súbita indicación de lepra. En respuesta, “el pueblo creyó. .. se inclinaron y adoraron” (Éxodo 4:31).

Empero, cuando los dos hermanos se acercaron a Faraón y le pidieron que permitiera a los israelitas ir de camino “tres días por el desierto, y [ofrecer] sacrificios a Jehová nuestro Dios” (Éxodo 5:3), esta petición fue categóricamente rechazada; y las exageradas exigencias sobre los hebreos fueron incrementadas de tal manera que Moisés y Aarón fueron acusados por ellos de contribuir a sus dificultades en vez de aliviarlas. A pesar de la oposición que encontraron así de amigos y enemigos por igual, Moisés y Aarón valerosamente persistieron en recordar a Faraón el mandato de Jehová, “Deja ir a mi pueblo, para que me sirva” (Éxodo 7:16), sólo para encontrar creciente obstinación de parte del rey.

Esta crónica testarudez preparó el terreno para las diez plagas, que rápidamente acosaron a los egipcios. Se dice que la primera plaga convirtió en sangre el agua del Nilo, un río considerado esencial para la economía de Egipto, mas la contaminación del agua amenazaba la vida de los egipcios al cortarles el básico abastecimiento de agua. Esta situación pudo bien haberle devuelto a Faraón su sentido común, de no haber sido por los magos que lo persuadieron de que ellos también eran muy capaces de producir tal milagro.

La segunda plaga trajo multitudes de ranas que infestaron por igual el palacio real y las chozas de los pobres; y se pensó que la repugnancia que causaron desacreditaría la religión egipcia, ya que la rana era considerada como algo sagrado. Faraón accedió a las exigencias de los dirigentes israelitas con la condición de que hicieran desaparecer las ranas; mas, cuando el alivio vino mediante las oraciones de Moisés y Aarón, se rehusó a cumplir su promesa, preparando así el terreno para más pruebas. Una plaga de piojos (o mosquitos, como Moffatt traduce la palabra) fue seguida de nubes de moscas (posiblemente mosquitos o escarabajos volátiles). Sea lo que fuere su naturaleza precisa, “la tierra fue corrompida a causa de ellas” (Éxodo 8:24). De nuevo Faraón pretendió acceder a los deseos de los hebreos, sólo para violar su palabra cuando el problema inmediato fue solucionado o mitigado.

Así que continuaron las plagas. Leemos en rápida sucesión de una enfermedad que destruyó todo el ganado egipcio, mientras que el de los hebreos permaneció completamente sano; de úlceras o sarpullido que afligieron al hombre y a los animales por igual entre los egipcios; y del granizo que arruinó las cosechas, matando tanto a hombres como animales sin acercase a Gosén, el territorio reservado a los hebreos.

Parece que las plagas incrementaron gradualmente en severidad, comenzando por aquellas que causaron molestias y disgustos, prosiguiendo después con aquellas que provocaron calamidades personales, la pérdida de cosechas y animales, y la muerte de hombres golpeados por el granizo en los campos. El rey pareció estar dispuesto a ceder, admitiendo: “He pecado esta vez; Jehová es justo” (Éxodo 9:27); mas cuando el granizo cesó, su arrepentimiento desapareció.

La terrible devastación causada por la langosta, seguida de tres días de total obscuridad no lo pudieron conmover; pero cuando al fin el primogénito de cada familia egipcia, incluso el suyo, murió, Faraón no sólo permitió a los hebreos salir, sino que ordenó a todos ellos que lo hicieran sin demora, aun condescendiendo a pedir la bendición de Moisés y Aarón (ver Éxodo 12:31–33).


Te amo, oh Jehová, fortaleza mía.
Jehová, roca mía y castillo mio,
y mi libertador;
Dios mio, fortaleza mía, en él confiaré;
mi escudo, y la fuerza de mi salvación,
mi alto refugio.
Invocaré a Jehová,
quien es digno de ser alabado,
y seré salvo de mis enemigos.

Salmo 18:1–3

Para explorar más contenido similar a este, lo invitamos a registrarse para recibir notificaciones semanales del Heraldo. Recibirá artículos, grabaciones de audio y anuncios directamente por WhatsApp o correo electrónico. 

Registrarse

Más en este número / mayo de 1975

La misión del Heraldo

 “... para proclamar la actividad y disponibilidad universales de la Verdad...”

                                                                                                          Mary Baker Eddy

Saber más acerca del Heraldo y su misión.