En Hechos 17:22, 23, leemos: “Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: Al Dios no conocido. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio”.
Me encontraba en una ciudad del interior del país en la que hacía trece años habíamos formado nuestro hogar. En ella vivíamos felices, sin temores ni preocupaciones de ninguna clase. Pero un día ocurrió lo inesperado: después de una escena violenta, mi esposo abandonó el hogar dejando seis hijos, de doce años el mayor y de un año la menor.
Así quedé sola, luchando con la situación. Traté en vano de sobreponerme a tan profundo dolor, y por las noches, mientras mis hijos dormían, yo, sentada junto a una ventana, lloraba desesperadamente, esperando en vano a que él regresara.
En una de esas noches de angustia, ya extenuada, clamé a Dios, al cual yo, desgraciadamente, no conocía, y Él, como buen Padre, me oyó y muy pronto tuve Su consoladora respuesta. Me fui a dormir, y a la mañana siguiente, al despertar, me vino este pensamiento: “¿Qué estoy haciendo aquí?”
De inmediato mandé una carta a mis familiares que se encontraban en la capital enterándoles de lo sucedido y muy pronto pude radicarme con ellos.
Pasé tres años de grandes tribulaciones y problemas de índole material, física y moral.
Cuando mi hijo mayor cumplió quince años, se inscribió en una escuela naval por un período de dos años. A los seis meses de haberse inscrito me avisaron que se encontraba enfermo en el hospital militar. El médico cardiólogo me informó que padecía de una desviación en las aurículas y que jamás se curaría. No podía trabajar ni hacer el más mínimo esfuerzo pues le producía grandes dolores en el corazón.
Al enteramente de esto mi desesperación fue muy grande. Así transcurrieron varios meses hasta que un día una buena señora me habló de las reuniones testimoniales de los miércoles que se celebraban en una filial de la Iglesia de Cristo, Científico. Allí acudí sin saber qué era la Ciencia CristianaChristian Science: Pronunciado Crischan Sáiens.. ¡Ése fue mi día de gloria!
Fue por cierto una bendición conocer Ciencia Cristiana. Como un náufrago que lucha desesperadamente por salvarse, me abracé a ella y no me desprendí más. La demostración del poder sanador de Dios fue tan maravillosa que a los quince días, llena de gozo y gratitud, di un testimonio, pues mi hijo había sanado, — estaba libre del horrible pronóstico de la mente mortal — y ya había empezado a trabajar. Su curación fue permanente.
Durante los treinta años que soy estudiante de Ciencia Cristiana, he gozado de buena salud y recibido innumerables bendiciones del Amor divino. He sido sometida a rudas pruebas, y por ellas también estoy muy agradecida pues me han servido para afirmarme más en la Verdad.
No encuentro palabras para agradecer a Dios por haberme puesto en este bendito camino, por Cristo Jesús, el Mostrador del camino, y por Mary Baker Eddy por su hermoso legado. Todo lo que puedo hacer es prometer amar a Dios más y más, y guardar Sus mandamientos para poder demostrar un poquito mejor cada día mi unidad con mi Hacedor.
Agradezco la ayuda del trabajo metafísico que he solicitado y por ser miembro de La Iglesia Madre y de una iglesia filial en Montevideo.
Te doy gracias Dios mío en las palabras de Job: “Ahora mis ojos te ven” (42:5).
Montevideo, Uruguay