Eran mis buenos amigos, los hombres
que me llevaban a la puerta del templo
llamado la Hermosa — para implorar
a los que podían hacer, entre cánticos,
una venia y una donación al pasar.
Y aquellos dos que pasaron aquel día —
¿cómo podían mis buenos amigos saber
lo que esos dos percibieron, que yo,
que del vientre de mi madre cojo nací
como una piltrafa humana,
jamás de allí salí?
¿Podían mis amigos romper acaso mi pasado?
Pues ellos y yo conocíamos
lo que por siglos fue enseñado:
un Dios terriblemente fiero y un hombre fugaz.
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