Eran mis buenos amigos, los hombres
que me llevaban a la puerta del templo
llamado la Hermosa — para implorar
a los que podían hacer, entre cánticos,
una venia y una donación al pasar.
Y aquellos dos que pasaron aquel día —
¿cómo podían mis buenos amigos saber
lo que esos dos percibieron, que yo,
que del vientre de mi madre cojo nací
como una piltrafa humana,
jamás de allí salí?
¿Podían mis amigos romper acaso mi pasado?
Pues ellos y yo conocíamos
lo que por siglos fue enseñado:
un Dios terriblemente fiero y un hombre fugaz.
Sin embargo, todos sentimos — lo que no asombra,
el gran amor sereno,
los ojos que comprendían la verdad que
siempre supe, dentro de mí, tenía que ser
pero que jamás en hombre alguno se había visto.
No hubo conmoción. Él dijo, lo mismo
tal como a ustedes digo
(y ¡con tanta sencillez!), “En el nombre
de Jesucristo de Nazaret,
levántate y anda”.
Yo soy aquel hombre
que ahora anda, salta y alaba al Amor
que — por supuesto — Dios siempre es.
¿Podría volver a sentarme con temor
cuando con buenos amigos yo me puedo alzar
y compartir la amplia libertad
que ningún dinero puede comprar?
