En el Antiguo Testamento, al mandamiento “No cometerás adulterio” (Éxodo 20:14) se le recalcaba tan enérgicamente como al que prohibía el asesinato. En realidad, el adulterio en su sentido específico, que llega a la base misma de la vida comunal y familiar, era considerado como una ofensa que conllevaba la pena capital (ver Levítico 20:10); y en ciertos casos la ley ordenaba que la sentencia debía cumplirse apedreando públicamente a muerte a las personas involucradas (ver Deuteronomio 22:23, 24).
Cristo Jesús no titubeó en citar literalmente el Séptimo Mandamiento; pero él amplió y profundizó su significado, demostrando que se aplica no solamente a actos físicamente inmorales sino con la misma fuerza a pensamientos y planes impuros, y miradas lujuriosas, actitudes que demasiado a menudo terminan en tales actos (ver Mateo 5:27, 28). Además, el Maestro sugirió que probablemente sería necesario asumir una posición extremadamente rigurosa para mantener la pureza que la ley mosaica exigía — posición que fue simbolizada por sus referencias de sacar un ojo que es ocasión de caer o cortar una mano que es ocasión de caer (ver versículos 29, 30).
Si bien Jesús se abstuvo de condenar a una mujer que, de acuerdo con los escribas y fariseos, había sido “sorprendida en adulterio” (Juan 8:3), él no condonó el acto del que se la acusaba sino que la dejó ir bajo la condición de que se reformara. Las palabras que le dijo fueron: “Vete, y no peques más”, al mismo tiempo que desenmascaró los pecados y la hipocresía de sus acusadores de manera tan drástica que ellos abandonaron su caso contra la mujer.
Entre los primeros hebreos no se veía con buenos ojos el adulterio o la mezcla de ninguna clase. Llevaron tan lejos este concepto fundamental de separación, con todo lo que implica para la pureza personal y nacional, que hasta lo aplicaron en los asuntos domésticos y en la agricultura (ver Deuteronomio 22:9-11).
Al discutir los sistemas políticos del norte de Israel, descrito con frecuencia como Efraín, el profeta Oseas observó: “Efraín se ha mezclado con los demás pueblos” (7:8). El Reino del Norte no sostenía una política estable y constante, y manifestaba un estado de confusión peligroso, haciendo vacilar a los israelitas incluso en su trato con los imperios paganos de Egipto y Asiria (ver versículo 11). No es de extrañar que el claro discernimiento del profeta lo llevara a denunciar a su propio pueblo calificándolo de “adúltero” (versículo 4), integrado por hombres que no mantuvieron una lealtad pura al Dios de sus padres.
En la Biblia, entonces, el adulterio parece haber estado profundamente asociado con la idolatría; en verdad, más de una vez Jesús denunció a los escribas y fariseos y a la generación que ellos representaban como “adúlteros”, palabra traducida por “infieles” en Mateo 12:39 según The New English Bible (La Nueva Biblia Inglesa). ¿No podría decirse que mientras el adulterio en su sentido literal es impureza moral, la idolatría es, tan claramente, impureza religiosa, rechazando, como lo hace, la lealtad legítima debida a Dios y a la “religión pura y sin mácula” (Santiago 1:27)?
Las denuncias agudas y frecuentes que hizo Pablo contra toda forma de inmoralidad demuestran su seria preocupación por este problema (ver 1 Corintios 6:9, 10; Gálatas 5:19-21; etc.). Él arroja nueva luz en las inferencias del Séptimo Mandamiento cuando alerta a los corintios sobre el peligro de andar “adulterando la palabra de Dios” (2 Corintios 4:2), porque en el idioma griego de la época dicho verbo se empleaba para describir la adulteración de alimentos. De esa forma, el apóstol estaba evidentemente recordándoles a las personas a quienes escribía que mantuvieran la pureza de la Palabra de Dios evitando toda adulteración de la misma.
En la sexta bienaventuranza: “Bienaventurados los de limpio corazón, porque ellos verán a Dios” (Mateo 5:8), Cristo Jesús puso énfasis en el significado positivo del Séptimo Mandamiento mostrando que al contrarrestar el adulterio real o potencial con la pureza espiritual, el resultado será ver claramente y comprender a nuestro Padre celestial.
No te maravilles
de que te dije:
Os es necesario nacer de nuevo.
Juan 3:7
