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En cierta ocasión, en una finca en África,...

Del número de abril de 1976 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


En cierta ocasión, en una finca en África, me quedé sola una noche con dos niños pequeños que estaban a mi cuidado. Eran tiempos políticamente turbulentos. El lugar era aislado y desierto. Abajo en el valle se oía el constante redoble de tambores. Yo estaba atemorizada. La finca, que quedaba en una colina desde la cual se veían las montañas a la distancia y un río que pasaba por debajo, constaba de algunas chozas, y de tres cabañas redondas de techos de paja y encaladas, cada cabaña constaba de un solo cuarto. Recogí mi libro de oraciones de la cabaña de madera donde yo dormía y me fui con los dos soñolientos niños para la cabaña mayor, que servía de sala. Los acosté sobre la alfombra cerca de una fogata. Después cerré la puerta y me senté afuera en el pórtico, abrigada contra el frío de la noche estrellada — era junio y había entrado allí el invierno —, y me puse a cantar a toda voz, dirigiéndola hacia el valle, cada himno familiar de mi libro de oraciones. Pronto todo el miedo que sentía me dejó, y pasé el resto de la vigilia calmada y confiada. Lo que nunca me dejó fue un gran amor hacia los himnos.

Esto sucedió hace ya algunos años, y en aquel tiempo yo no sabía nada de la Ciencia Cristiana, pero el recuerdo de aquella noche y la confianza que me hicieron sentir los himnos permanecieron conmigo. Para mí, uno de los vínculos más felices entre los cultos de la Ciencia Cristiana y la iglesia a la cual yo solía ir — un vínculo continuo, un desarrollo, sin separación ni ruptura con aquello que es bueno — son los himnos. Compartimos tantos de ellos. El espíritu de alabanza se ha mantenido activo por esas hermosas canciones a través de los siglos, en todas las tierras, desde los salmos de David hasta que la revelación de la Ciencia Cristiana nos fuera dada.

Una mañana, poco después de que yo había oído por primera vez acerca de la Ciencia Cristiana, estaba preparando el desayuno cuando una tetera de agua hirviendo se virtió sobre mi pie y lo quemó seriamente. Era tanto el dolor que no me podía calzar. Eso me perturbó grandemente ya que mi marido y yo habíamos planeado salir esa noche. Telefoneé a una practicista de la Ciencia Cristiana y le pedí que me ayudara mediante la oración. Hacia el final de la tarde las ampollas habían desaparecido y me pude poner los zapatos. El pie no me molestó más. Recientemente, fui liberada de los fuertes catarros que solían molestarme, también de dolores de cabeza y de la necesidad de usar anteojos.

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