Por lo general, los hebreos no consideraban el robo como una ofensa capital. Mas cuando el robo se asociaba con el secuestro, especialmente cuando se relacionaba con la venta de una persona secuestrada, la muerte era ciertamente la penalidad prescrita (ver Deuteronomio 24:7). Sin embargo, cuando José fue “hurtado de la tierra de los hebreos”, como él mismo lo expresara (Génesis 40:15), y posteriormente vendido por los ismaelitas a Potifar en la tierra de Egipto (ver Génesis 39:1), no hallamos datos de que se hubiera imputado tan drástico castigo. Esto se debió a que Egipto no estaba dentro de la jurisdicción de la ley israelita, si es que en efecto esta ley tenía vigencia en la época de José. En el caso del hurto de animales u otra propiedad, los hebreos insistían en que el ladrón debía pagar una indemnización por lo que había hurtado, y la cantidad variaba de acuerdo con las circunstancias del crimen (ver Éxodo 22:1, 4, 7).
No era de extrañar que el hurto y el pillaje estuvieran estrecha e ineludiblemente relacionados en el pensamiento de los escritores y maestros bíblicos. Verdaderamente, “No oprimirás a tu prójimo, ni le robarás” (Levítico 19:13), está expresado con tanto énfasis como lo está el mandamiento, “No hurtarás” (Éxodo 20:15).
En un pasaje conocido y altamente significativo, el autor del libro de Malaquías pregunta (3:8): “¿Robará el hombre a Dios?” Continúa explicando que la gente al retener las requeridas ofrendas de los diezmos en efecto había robado a Dios de lo que legítimamente se Le debía. El profeta sugiere que al actuar así, la gente se había sometido a las maldiciones, las que rápidamente cederían el lugar a las bendiciones cuando la gente aportara sus ofrendas de los diezmos amplia y libremente. Esta omnímoda bendición iba a ser tan grande “hasta que sobreabunde” (versículo 10).
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