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Cuando era niña, un familiar les habló a mis padres sobre la Ciencia Cristiana.

Del número de enero de 1977 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


Cuando era niña, un familiar les habló a mis padres sobre la Ciencia Cristiana. Aunque ellos no aceptaron la Ciencia, lo que hablaron me causó una profunda impresión. Tiempo después, siendo ya casada, vi la versión King James de la Biblia y el libro de texto, Ciencia y Salud por la Sra. Eddy, sobre una mesa en la casa de una amiga. Al verlos supe de inmediato que la Ciencia Cristiana era la religión que necesitaba. El domingo siguiente concurrí a una filial de la Iglesia de Cristo, Científico, y poco después inscribí a nuestros tres hijos en la Escuela Dominical. También comencé a estudiar la Lección-Sermón semanal del Cuaderno Trimestral de la Ciencia Cristiana.

Seis meses después de haber comenzado el estudio de la Ciencia me enfermé repentinamente durante unas vacaciones en un hotel. Mi marido llamó a un doctor, quien diagnosticó que tenía un repentino ataque de nefritis. Me recetó un régimen alimenticio y varios medicamentos. Ya antes había pasado por esta situación. Cuando el doctor se fue decidí apoyarme en la Ciencia Cristiana. Le dije a mi esposo que le pidiera ayuda por medio de la oración a un practicista de la Ciencia Cristiana residente en la zona. Mi esposo le explicó que yo me apoyaría únicamente en la Ciencia Cristiana para curarme. El practicista aceptó tomar el caso, y se le informó al doctor sobre mi decisión.

Me sentía contenta de poder comprobar yo misma que la Ciencia Cristiana es la verdad. Hice un esfuerzo para sentarme en la cama y cantar. En Ciencia y Salud leí (pág. 390): “Cuando los primeros síntomas de la enfermedad se presenten, impugnad el testimonio de los sentidos materiales con la Ciencia divina. Dejad que vuestro concepto superior de la justicia destruya el falso proceso de las opiniones mortales que llamáis ley, y entonces no os encontraréis recluídos en un cuarto de enfermo o postrados en un lecho de dolor, en pago del último maravedí, la última pena exigida por el error”. Estas palabras me hicieron pensar más espiritualmente. La alegoría de las páginas 430 a 442 me fue de especial ayuda.

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