En la mente humana a menudo se evidencia el anhelo de ser recordado en la posteridad. Reyes y presidentes automáticamente son inmortalizados al ocupar un lugar permanente en los libros de historia. Artistas, inventores, escritores, arquitectos y muchos otros quedan exentos del olvido al dejar evidencia tangible de su existencia y de su utilidad al mundo.
Pero la mayoría de los seres humanos pueden pensar que tienen razón para creer que aunque viven bien y son felices, no dejan monumentos materiales de importancia como evidencia de sus logros terrenales, y es posible que se preocupen por ello. (Aunque algunos de los que tienen hijos sienten cierto consuelo al pensar que es posible que se los recuerde por generaciones futuras a través de sus descendientes — al menos, como una rama del árbol genealógico.) Puede que se sientan impulsados inconscientemente por el anhelo de llevar a cabo o edificar algo que la humanidad considere prominentemente memorable, de modo que sus nombres no sean olvidados.
La Biblia nos habla de ese anhelo humano de ser recordado. Uno de los primeros relatos en la historia de los hebreos nos dice de la promesa que Dios hizo a Abraham: “Te multiplicaré en gran manera” Gén. 17:6; mediante un hijo de su esposa, Sara. Y la Biblia registra el siguiente mensaje de Dios a los judíos cautivos en Babilonia los cuales, en aquella época, no tenían muchas probabilidades de dejar una crónica notable: “Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”, Jer. 29:11; o, como lo traduce The New English Bible (La Nueva Biblia Inglesa): “Sólo yo conozco mi propósito hacia vosotros, dice Jehová: prosperidad y no desgracia, y una larga sucesión de descendientes después de vosotros”.
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