En la mente humana a menudo se evidencia el anhelo de ser recordado en la posteridad. Reyes y presidentes automáticamente son inmortalizados al ocupar un lugar permanente en los libros de historia. Artistas, inventores, escritores, arquitectos y muchos otros quedan exentos del olvido al dejar evidencia tangible de su existencia y de su utilidad al mundo.
Pero la mayoría de los seres humanos pueden pensar que tienen razón para creer que aunque viven bien y son felices, no dejan monumentos materiales de importancia como evidencia de sus logros terrenales, y es posible que se preocupen por ello. (Aunque algunos de los que tienen hijos sienten cierto consuelo al pensar que es posible que se los recuerde por generaciones futuras a través de sus descendientes — al menos, como una rama del árbol genealógico.) Puede que se sientan impulsados inconscientemente por el anhelo de llevar a cabo o edificar algo que la humanidad considere prominentemente memorable, de modo que sus nombres no sean olvidados.
La Biblia nos habla de ese anhelo humano de ser recordado. Uno de los primeros relatos en la historia de los hebreos nos dice de la promesa que Dios hizo a Abraham: “Te multiplicaré en gran manera” Gén. 17:6; mediante un hijo de su esposa, Sara. Y la Biblia registra el siguiente mensaje de Dios a los judíos cautivos en Babilonia los cuales, en aquella época, no tenían muchas probabilidades de dejar una crónica notable: “Yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros, dice Jehová, pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”, Jer. 29:11; o, como lo traduce The New English Bible (La Nueva Biblia Inglesa): “Sólo yo conozco mi propósito hacia vosotros, dice Jehová: prosperidad y no desgracia, y una larga sucesión de descendientes después de vosotros”.
El anhelo humano de ser recordado no es anormal. Sugiere la existencia de la inmortalidad, esa cualidad legítima y eterna que es parte natural del ser verdadero de cada uno — inmortalidad tanto en el sentido de tener una identidad espiritual exenta de muerte como de ser lo suficientemente notable individualmente, o de cumplir un propósito lo bastante valioso, para que quede permanentemente grabado en la consciencia.
De acuerdo con la Ciencia Cristiana, la inmortalidad, en esos dos aspectos, pertenece a todo hijo individual y espiritual de Dios. Es parte integral de la compuesta sustancia de ideas correctas de cada uno. Todos los hijos e hijas de Dios son manifestaciones indestructibles de la Vida eterna. Cada uno es una representación única del Alma, en quien se expresan individualmente las sublimes cualidades espirituales de la Deidad. La identidad de cada uno es radiante, impartiendo activamente su reflejada bondad en una forma que no está duplicada en toda la creación.
Dios, el Principio divino, expresa Su propia naturaleza infinita en ideas infinitamente variadas, todas las cuales son esenciales a la representación completa de Su ser, el cual constituye el universo espiritual y verdadero. Ninguna de esas ideas carece de importancia o es innecesaria, pues si una sola de ellas se perdiera la manifestación de Dios sería incompleta. La Deidad no estaría totalmente expresada. Cada una tiene un lugar vital, una posición especial, en el universo de la Mente; la singularidad e importancia de su identidad nunca se pone en duda y nunca puede pasarse por alto.
La Sra. Eddy dice: “El universo refleja a Dios. No hay más que un creador y una creación. Esta creación consiste en el desarrollo de ideas espirituales y sus identidades, que están comprendidas en la Mente infinita y la reflejan por siempre”.Ciencia y Salud, págs. 502–503; Y en otra parte: “Es tan imposible para el ser individual del hombre morir o desaparecer en la inconsciencia como lo es para el Alma, porque ambos son inmortales”.ibid., pág. 427;
Si estos hechos verdaderos y espirituales fueran más ampliamente comprendidos, la humanidad se liberaría en gran manera de la obsesionante, y a veces inadvertida, presión mental de erigirse un monumento mortal. La ambición quedaría purificada de orgullo. Se tomarían decisiones y se trabajaría más a menudo sobre la base de servir desinteresadamente en lugar de pensar en labrarse una reputación humana — deseo que, a la larga, ha de derrumbarse como Babel. “Vamos”, los descendientes de los hijos de Noé habían dicho, “edifiquémonos una ciudad y una torre, cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por si fuéremos esparcidos sobre la faz de toda la tierra”. Gén. 11:4;
Sin embargo, esta gente fue esparcida y su ciudad reducida a la nada. El deseo de erigir un monumento material que los identificase, fue su ruina. Se les recuerda, pero por su falta de sabiduría en lugar de por sus virtudes. De esta manera la experiencia nos enseña que la inmortalidad no se fomenta por medios humanos sino mediante la expresión de las cualidades espirituales de la Vida y el Amor eternos.
En verdad, el hombre, el linaje espiritual de Dios, es siempre inmortal. Está exento de muerte, y su identidad es mantenida en la Mente por ley divina. No tiene que luchar por reconocimiento sino que se le conoce y aprecia a través de toda la eternidad por la parte esencial que tiene en consumar la representación del creador infinito, el Principio divino, de acuerdo con el propósito que Dios tiene para él.
Al comprender estos hechos de la Mente divina, la humanidad dejaría de creer en la falsa sugestión de que uno tiene que edificarse “una ciudad y una torre” para que su nombre perdure. Reconocería que la satisfacción perdurable se obtiene sólo mediante la demostración de nuestro verdadero estado como ideas inmortales de Dios al expresar el amor y la inteligencia espirituales como Cristo Jesús los expresó. Y sabrían con gratitud que los únicos pensamientos y logros de cada uno que han de perdurar en la verdadera consciencia son aquellos que dan testimonio de la naturaleza espiritual y real de su ser a la semejanza de Dios, y que éstos están establecidos para siempre.
“La Vida es eterna”, escribe la Sra. Eddy. “Debiéramos reconocer este hecho, y empezar a demostrarlo. La Vida y el bien son inmortales”.Ciencia y Salud, pág. 246; El único medio por el cual podemos asegurarnos de experimentar la inmortalidad es demostrándola. Todo buen pensamiento y cualidad espiritual que manifestamos, toda buena obra que hacemos, es una piedra colocada en el edificio de la consciencia de la inmortalidad — la casa que es “eterna, en los cielos”. 2 Cor. 5:1.
