El profeta Samuel había tenido grandes esperanzas en el éxito del rey Saúl; y ahora, después de la desobediencia de Saúl, (ver 1 Samuel 15) lamentaba su caída. Pero el relato nos dice que Jehová Mismo le indicó que no era tiempo para lágrimas. Más bien, lo que debía hacer Samuel era dar los pasos para ungir a un nuevo rey, a quien iba a seleccionar de entre los ocho hijos de Isaí, de Belén. La heredad de Isaí estaba situada a unos ocho kilómetros al sur de la moderna ciudad de Jerusalén.
Totalmente consciente de la naturaleza celosa de Saúl, el profeta dudó en hacer alguna propuesta formal a alguien que podría haber sido destinado a reclamar el reino de Saúl, pero se le dijo que mientras estuviera realizando un sacrificio en Belén, Dios le revelaría la identidad del nuevo monarca.
Siete de los hijos de Isaí pasaron delante de Samuel en rápida sucesión, hasta que por fin, ante la insistencia del profeta, fueron a buscar al menor, David, que estaba apacentando las ovejas. Era un joven fornido, rubio, hermoso y “de buen parecer” (1 Samuel 16:12). Su elección fue rápidamente confirmada por Jehová, el relato antiguo nos lo dice, con estas palabras: “Levántate y úngelo, porque éste es”. Así que Samuel ungió al joven y “desde aquel día en adelante el Espíritu de Jehová vino sobre David” (versículo 13).
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