Una Científica Cristiana que paseaba con su hijito observó cómo éste trataba en vano de saltar sobre su propia sombra. Finalmente el niño corrió desilusionado hacia ella y le dijo desanimado: “¡No puedo hacerlo¡” La madre, sonriendo, lo consoló diciéndole: “¡Nadie puede saltar sobre su propia sombra¡”
“¿No se puede?”, preguntó el niño asombrado, y después de reflexionar un momento se fue a jugar.
En otra ocasión, en que la madre sentía fuertes síntomas de resfrío y jaquecas, hizo algo parecido, tomado en un sentido mental y simbólico, a lo que su hijito había tratado de hacer en vano: intentó “saltar sobre su sombra” — trató de vencer por medio de la voluntad humana su creencia de que era un mortal que sufre. No obstante, su estado no cambió, y por último, desilusionada, se dijo también: “¡No puedo hacerlo!”
Miró a su hijito, que la esperaba para darle las buenas noches, y suspirando le dijo: “¡Oh, si tan sólo fueras mayor y pudieras ayudarme, podrías orar por mí según la Ciencia Cristiana!” El niño le preguntó asombrado: “¿Pero, por qué tengo que ser mayor para eso?” La pregunta hizo que la madre instantáneamente se diera cuenta de su error y se corrigió diciéndole: “¡Por supuesto, puedes orar por mí!” “¿Cómo debo orar?”, preguntó el niño. “Puedes afirmar que tu mamá está totalmente a salvo y segura en el Amor divino”, le contestó.
Observó cómo su pequeño juntaba las manos, cerraba los ojos e inclinaba su cabeza en actitud de oración; pero cuando el niño miró a su madre y le preguntó si ya se sentía bien, tuvo una respuesta negativa. Pero, para tranquilizarlo, la madre agregó: “Pero puedes orar de nuevo cuando estés en tu cama”. Nuevamente el niño la miró extrañado, y le dijo firmemente: “¡Pero, ya oré!” La madre percibió que el niño confiaba de todo corazón en su curación instantánea, y por consiguiente, lo alentó asegurándole que pronto se sentiría bien. El niño, entonces, satisfecho, se fue a dormir.
Profundamente conmovida por la fe del niño, la madre hizo entonces lo que sabía que debía haber hecho desde el comienzo en vez de simplemente observar cómo oraba el niño. Oró ella misma, reconociendo que era el reflejo espiritual de Dios, totalmente rodeada por el Amor divino. Recordó la declaración de la Sra. Eddy en Ciencia y Salud, el libro de texto de la Ciencia Cristiana: “Si el Espíritu, o sea el poder del Amor divino, testifica de la verdad, éste es el ultimátum, el procedimiento científico, y la curación es instantánea”.Ciencia y Salud, pág. 411; Sintiéndose libre de toda ansiedad y consolada por esta declaración de la verdad, se durmió por un rato. Al despertar encontró que se hallaba libre de todo dolor y malestar. Con gratitud y alegría recordó las palabras de Cristo Jesús: “De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”. Mateo 18:3;
La madre reconoció que el impulso de las cualidades del Cristo — humildad, amor, y fe en la omnipotencia de Dios — que el niño había expresado, habían conmovido su corazón y elevado su pensamiento, y el Cristo, la Verdad, la había sanado. Esto sucedió instantáneamente, cuando dejó de verse a sí misma y al niño desde un punto de vista material. El problema de la mente mortal tratando de vencer sus propias imágenes — en sentido figurado, saltando sobre su propia sombra — con el resultado de “¡No puedo hacerlo!”, nunca había existido para el niño, porque creía confiadamente en el todo-poder de Dios y en Su amor ilimitado por Su creación.
Cuando en ese momento la madre abrió el libro de texto y encontró el pasaje que dice: “El hombre, creado a la semejanza de su Hacedor, refleja la luz central del ser, el Dios invisible”,Ciencia y Salud, pág. 305. vió claramente que para Dios, que es luz, no hay, nunca hubo, ni jamás habrá sombra alguna de pensamiento mortal; en consecuencia, el hombre, como imagen y semejanza de Dios, nunca tiene sombras que vencer. Lo imprescindible, entonces, es reconocer que el amado hijo de Dios es siempre como una luz resplandeciente sin sombra alguna en él.
