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A temprana edad asistí a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana.

Del número de agosto de 1977 de El Heraldo de la Ciencia Cristiana


A temprana edad asistí a una Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana. Vi a mi tía, con quien vivía entonces, sanar completamente de un severo reumatismo mediante tratamiento en la Ciencia Cristiana. La vi abandonar sus muletas, y poco tiempo después subir conmigo los empinados escalones de hierro que hay dentro de la Estatua de la Libertad. Fue una verdadera prueba de la completa liberación de su condición de inválida. Más tarde, recurría a mi tía para que me diera tratamiento por medio de la Ciencia Cristiana cada vez que tenía una necesidad de orden físico. Su oración fue siempre efectiva. Siempre fui prontamente sanado.

Poco tiempo después de graduarme en la universidad, tuve la oportunidad de trabajar en Londres, Inglaterra. Fue allí donde me encontré dependiendo de mis escasos conocimientos de la Ciencia Cristiana. Algo se me debió haber quedado de lo que aprendí en la Escuela Dominical, pero no tenía el entendimiento básico de cómo ayudarme a mí mismo adecuadamente por medio de la oración, y no tenía tía a quien pedirle ayuda. Sabía que podía ir a un practicista de la Ciencia Cristiana por ayuda. Y así lo hice. Le pregunté: “¿Como puedo llegar a Dios con todos mis problemas?” Nunca olvidaré su respuesta: “Usted nunca tiene que alcanzar a Dios, pues Dios está aquí mismo, ahora”. Hizo otros comentarios que no entendí en aquella época y que no recuerdo. Pero salí de su oficina con renovada confianza en la Ciencia Cristiana y en mi habilidad para demostrar su poder sanador.

Cuando nuestro primer hijo nació, mi esposa tuvo a su lado a una enfermera de la Ciencia Cristiana quien tenía previa experiencia como enfermera médica y, por tanto, era una hábil partera. Las leyes médicas de Inglaterra no requerían entonces la asistencia de un médico en tales casos. Sólo en emergencias especiales se tenía que llamar a un médico. Esta emergencia se produjo. La placenta se demoró. “Si no sale en quince minutos, estoy obligada a llamar a un médico”, me dijo la enfermera. “Mejor es que llame pronto al practicista para que nos ayude por medio de la oración”. Fui al teléfono, pero no pude localizar al practicista. Me sentí aterrado.

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