Hace algunos años estuve en la isla de Patmos donde Juan tuvo su gran revelación. Me detuve en la gruta que, de acuerdo con la tradición, le sirvió de refugio, y desde allí contemplé el mundo isleño, primaveral y montañoso. Inspirada por la vista del cielo radiante, las verdes laderas, y el magnífico mar profundamente azul, bien pude imaginarme el corazón que se preparaba para la revelación.
Sin embargo, lo que Juan vio, fue más que meramente la belleza que se extendía ante mi vista. Escribió: “Vi un cielo nuevo y una tierra nueva”, y agregó, “porque el primer cielo y la primera tierra pasaron, y el mar ya no existía más”. Apoc. 21:1; Todo lo que nos viene de la Mente divina, de Dios que es la Verdad, ilumina nuestra consciencia con la gloria del ser espiritual.
Cuando nos familiarizamos por primera vez con la Ciencia Cristiana, pareciera como si hubiéramos pasado del invierno a la primavera. Todo parece más bello y lleno de nuevo poder. Mas esta primavera de nuestra vida es posible que termine con el calor de un verano de dificultades o con el frío toque de un invierno de desaliento, y es posible que agobiados esperemos a que llegue una nueva primavera a menos que asimilemos la metafísica más profunda de la Ciencia Cristiana y dejemos que todo nuestro concepto del ser se transforme. Necesitamos reconocer la vida verdaderamente nueva que esta Ciencia trae y no dejar que se vaya más.
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