Muy a menudo me encontraba discutiendo con cierta amiga, generalmente porque estábamos celosas una de otra. Esta actitud infantil se mantuvo entre nosotras durante dos años. Ella trataba de hacer mejor todo lo que yo hacía. Yo creía que ella debía madurar y dejar de jactarse tanto conmigo, y ella probablemente creía lo mismo de mí. Una noche cuando comenzamos a discutir nuevamente, yo me sentí tan frustrada y herida que decidí que esto ya no podía continuar así.
Al día siguiente concurrí a mi clase de la Escuela Dominical de la Ciencia Cristiana, y conté mi problema con mi amiga. Mi maestra de la Escuela Dominical me dijo que debía recurrir a Dios en oración para obtener la respuesta sanadora. Yo tenía que invertir o dar vuelta a cada sugestión mental errónea.
Por ejemplo, donde parecía haber desarmonía, trataba de reconocer la atmósfera infinita y armoniosa de Dios, el bien. Cuando me sentía tentada a expresar odio, venganza u hostilidad, los reemplazaba con el dar y compartir de la verdadera amistad, que expresa el amor de Dios. Luego pensaba sobre cómo el hombre refleja las cualidades perfectas de Dios, tales como la armonía, la alegría, la felicidad, la veracidad y la hermosura, las cuales constituyen la amistad verdadera.
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