La labor sanadora de Eliseo fue una característica sobresaliente de su vida, y podemos aprender mucho al considerar su relación con la valiente sunamita a quien la Biblia describe como “una mujer importante” (2 Reyes 4:8). Ella reconoció que él era “varón santo de Dios” (versículo 9), le dio la bienvenida como su huésped en varias ocasiones, y, con su marido, dispusieron un aposento especial para el uso del profeta.
Agradecido por su generosidad, y sabiendo que ella no tenía hijos, él le aseguró que dentro de un año daría a luz un hijo varón, a pesar del hecho que su marido, un granjero próspero, tenía una edad avanzada. La promesa de Eliseo fue al principio más de lo que ella estaba preparada para aceptar, pero a su debido tiempo se cumplió.
Una mañana, varios años después, el muchacho, quien acompañaba a su padre en el campo de la cosecha, fue repentinamente atacado por intensos dolores en la cabeza. Si bien fue enviado rápidamente a su madre para que cuidara de él, alrededor del mediodía falleció en sus rodillas.
La sunamita colocó al niño sobre la cama de Eliseo, cerró la puerta resueltamente y fue en busca de la ayuda del profeta. El hecho que no compartiera, ni siquiera con su marido, la naturaleza de esta emergencia es indicación de su firme fe y de su vehemente expectativa.
Cuando el marido le preguntó el motivo de tan inesperada visita al profeta, amigo de ambos — ya que no había ninguna ocasión especial que la justificara — ella lo tranquilizó al usar la vívida y consoladora palabra hebrea Shalom, traducida en el versículo 23 como “paz” y en el versículo 26 como “bien”, aunque su significado líteral es “paz”. Pocas palabras en la lengua hebrea tienen un significado tan profundo, ya que implica no solamente paz, sino también seguridad, bienestar, armonía y hasta prosperidad.
Apresurándose hacia el oeste cruzando la fértil llanura de Esdraelón, llegó al monte Carmelo, y Eliseo, quien la reconoció de lejos, envió a su criado a preguntarle cómo se encontraba.
Su única respuesta fue esa gran palabra ¡Shalom! ¡Paz! — la afirmación de que todo estaba bien. Pero cuando llegó a Eliseo, se asió de sus pies evidenciando su angustia.
Atento a la necesidad de ella, Eliseo mandó a Giezi a atender al muchacho sin demora, llevando el símbolo de la autoridad profética, el báculo del profeta. Al llegar a la casa, Giezi encontró que el niño no respondía. El criado declaró: “El niño no despierta” (2 Reyes 4:31).
Al llegar el profeta a Sunem, “he aquí que el niño estaba muerto tendido sobre su cama” (versículo 32). Verdaderamente, había necesidad de orar sin demora y eficazmente. El profeta cerró la puerta, quedando a solas con el niño, y recurrió a Dios para que lo ayudara. En breve tiempo sus oraciones recibieron respuesta y tuvo el gozo de devolver el niño a su madre vivo y bien.
La secuela de esta notable curación aparece en un capítulo posterior (2 Reyes 8), en el que se indica la continua solicitud que tenía Eliseo por la sunamita y su hijo. Convencido de que una gran hambre era inminente, se lo advirtió a la familia para que dejara la localidad. Obedeciendo, así lo hicieron, sólo para descubrir a su regreso de Filistea siete años más tarde, que su casa y tierras habían sido confiscadas.
Para corregir esta injusticia la sunamita fue al rey para que la ayudara. El rey, al examinar el caso, supo a través de Giezi que ella era la mujer cuyo hijo Eliseo había resucitado, y la madre y el hijo estaban presentes para confirmarlo. La sunamita recibió de vuelta todos sus bienes por decreto real, mientras la fama del profeta continuaba difundiéndose.
Conservaos
en el amor de Dios, esperando
la misericordia de nuestro Señor Jesucristo
para vida eterna.
Judas 1:21
