El concepto de progreso — la noción de que, de una manera u otra, está ocurriendo un firme mejoramiento en favor del individuo y de la sociedad — se está poniendo cada vez más en tela de juicio. No es que la gente recuerde sentimentalmente los “buenos tiempos del pasado”; pues siempre lo ha hecho. Es que, por primera vez en muchos siglos, se pone en duda seriamente que toda la sociedad humana está avanzando.
Esta desilusión que se presenta no debe desanimarnos. Nos da una gran oportunidad para volver a reflexionar sobre lo que significa el progreso — significado que realmente no se pone en tela de juicio desde por lo menos el principio de la revolución industrial hace dos siglos.
Hoy inquietan a la humanidad muchas de las cosas que parecían haber sido progreso y está cada vez más dispuesta a ver que el progreso (y, en verdad, el desarrollo), no puede ser medido sólo en términos cuantitativos. El progreso no consiste en amontonar bienes o riquezas materiales, no es el pavoroso aumento de población, ni el tener al alcance de la mano toda clase de comunicaciones y diversiones, ni siquiera la fantástica acumulación de un caudal de conocimientos. En realidad, el progreso, visto cuantitativamente, ha llegado al punto crítico: demasiadas cosas, demasiada gente, un recargo excesivo sobre la capacidad autopurificadora del medio ambiente, y así sucesivamente, hasta la división del átomo y el desafío de los armamentos nucleares y energía nuclear.
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