En agosto de 1977 fui internado en un hospital para veteranos debido a que sufría de fuertes dolores en la espalda. Después que me sacaron una radiografía me informaron que se me había desintegrado un disco de la espina dorsal, produciendo una condición llamada osteomielitis, que venía acompañada de fuertes espasmos musculares. Varias veces al día me suministraban un fuerte narcótico y un fuerte sedativo y todas las noches una píldora para dormir.
Cuando me enfermé, ya había recibido instrucción en clase de Ciencia Cristiana y había pedido ayuda a practicistas de la Ciencia Cristiana en varias oportunidades. Sin embargo, tenía más interés en deshacerme del dolor que en solucionar el problema mediante la verdad espiritual. Como el dolor persistía, le pedí al practicista que no continuara y fui a ver a un quiropráctico pues pensé que tendría algún hueso fuera de lugar. También comencé a tomar analgésicos. Ninguna de las dos cosas dieron resultado. Cuando ya no pude levantarme de la cama, pedí que me llevaran al hospital.
Después de estar durante tres meses y medio tomando gran cantidad de drogas, los médicos me informaron que debido al peligro de que me volviera adicto a la droga, iban a suspenderme el narcótico. Entonces, pedí que no se me dieran más sedativos ni las píldoras para dormir. Después llamé a un practicista de la Ciencia Cristiana, quien gentilmente me había visitado en varias oportunidades, y con quien había hablado por teléfono. Ahora que no me daban ningún medicamento pedí tratamiento en la Ciencia Cristiana.
Cuando dejé de tomar las drogas, me pareció que el dolor era peor que nunca. También las piernas se me habían atrofiado. Los médicos me informaron que los nervios ciáticos se estaban afectando debido a los cambios en la estructura de mi espalda. Tres médicos me declararon inválido en forma total y permanente y me dijeron que tendría que aprender a soportar el dolor lo mejor que pudiera.
Llamé a un amigo mío, que era Científico Cristiano, y le conté todos mis problemas. Él me recordó cómo Cristo Jesús había sanado al inválido al lado del estanque de Betesda y cómo le había preguntado (Juan 5:6): “¿Quieres ser sano?” Mi amigo me dijo que yo debía responder a esa misma pregunta. Esto me sacudió, pues no me sentía merecedor del amor de Dios, sino culpable por haber abandonado la Ciencia Cristiana en un momento de necesidad. Me pregunté a quién estaba orando. ¿Estaba simplemente aceptando con fe ciega lo que los demás me habían dicho acerca de Dios? Sin tomar en cuenta mi situación individual, ¿cómo podía explicarme la existencia?
Llegué a la conclusión de que no podía negar la existencia de un creador supremo. A continuación tuve que admitir que Dios no podía ser malo y bueno a la vez, sino que debía ser uno u otro. Luego, debido a que el mal era obviamente autodestructivo, tuve que admitir que la Deidad era únicamente buena. Esto significaba que cualquier creación de la Deidad, incluyéndome a mí mismo, en mi verdadera identidad espiritual, debía ser buena. Llegué a esas conclusiones después de muchas horas de duda y de un intenso interrogatorio a mí mismo. Pero una vez que establecí las respuestas firmemente en mi consciencia, me sentí más seguro acerca de la naturaleza del Dios a quien oraba.
Siempre me habían impresionado los relatos bíblicos acerca de Moisés y Gedeón, y cómo ellos sintieron que necesitaban alguna señal de la presencia de Dios (ver Éxodo 4:1–8 y Jueces 6:17–40). Ahora yo también estaba orando para tener una señal. En realidad no estaba orando para obtener la curación sino que sentía que sólo con un indicio de la presencia de Dios estaría satisfecho. La palabra “Cómo” continuamente me venía al pensamiento y naturalmente pensé en el himno, “Apacienta mis ovejas”, con letra de la Sra. Eddy. Comienza de la siguiente manera (Himnario de la Ciencia Cristiana, N° 304): “La colina, di, Pastor, cómo he de subir”. Repetí toda la letra del himno varias veces, tratando de encontrar un nuevo significado. Incluye estas palabras:
Lo rebelde rendirás,
lo cruel herirás;
de su sueño al mundo habrás
Tú de despertar.
Vi que en mi caso el “sueño” era el sopor que yo busqué para escapar del dolor. Pero la verdadera libertad sólo podía obtenerse mediante la consciente percepción de Dios como la fuente de mi ser espiritual. Me aferré a esa percepción durante mi noche de insomnio y por la mañana.
Mi rutina diaria incluía hacer ejercicio después del desayuno. Había adoptado la costumbre de asirme a unas barras paralelas para levantarme y arrastrar los pies hasta dar unos pasos. Esa mañana, después de haber meditado durante la noche en el poema “Apacienta mis ovejas”, repetí el procedimiento en las barras paralelas. No había ningún cambio físico, pero a cada paso declaraba, “No soy un derrotado. Tengo derecho a sentir el amor de Dios. Soy verdaderamente espiritual, no material”.
Después del almuerzo continué el ejercicio. Esta vez, al levantarme, me di cuenta de que estaba completamente libre de todo dolor. Los músculos de mis piernas que se habían atrofiado durante los cuatro meses que había permanecido de espaldas, habían recuperado toda su fuerza. Al principio me sentía tieso, pero luego me solté de los pasamanos y pude caminar normalmente. Sentía más incredulidad que alegría, a pesar de la inmensidad de mi júbilo por esta señal de la presencia de Dios. El dolor había cesado.
Al día siguiente los síntomas de los dolores volvieron en forma severa. Pero no me sentí descorazonado porque había tenido una clara evidencia del poder de Dios. También recordé la declaración de la Sra. Eddy (Ciencia y Salud, pág. 245): “Nunca ocurre lo imposible”. Solicité que se me diera de alta en el hospital, lo cual obtuve muy pronto. Fuera de la atmósfera médica, respondí a la oración de un practicista de la Ciencia Cristiana. Este trabajador incansable, contrarrestó cada argumento desalentador con la verdad acerca de mi perfección espiritual. De esta manera obtuve en forma progresiva mi completa libertad. Dejé de usar la silla de ruedas, las muletas, el bastón y un aparato ortopédico de metal a medida que éstos eran más bien un impedimento que una ayuda. Al salir del hospital estaba encorvado hacia adelante y hacia un costado y no podía enderezarme debido a una condición diagnosticada como fibrosis. Esto también fue eliminado y en la actualidad camino completamente erguido.
Mi gratitud al caminar liberado del veredicto médico que me declaró “total y permanentemente inválido” no tiene límites. Comprendo y aprecio mejor que nunca las palabras de nuestra amada Guía, la Sra. Eddy (Ciencia y Salud, pág. 259): “El entendimiento a la manera del Cristo de lo que es el ser científico y la curación divina incluye un Principio perfecto y una idea perfecta, — Dios perfecto y hombre perfecto,— como base del pensamiento y de la demostración”.
Siento que la curación básica fue el liberarme de la sutil sugestión de que si no podía solucionar mis problemas por medio de la Ciencia Cristiana siempre podía recurrir a la ayuda de medios materiales. Me llena de regocijo esta maravillosa prueba de que la Ciencia Cristiana es el método de curación supremo, sin igual.
Forest Hills, Nueva York, E.U.A.
